Yo quería ser nazareno, salir en procesión. Ponerme la túnica y recorrer Murcia. Me daba igual cargar cruz o farol. Terminar con los pies desollados, repartir caramelos y monas, con algún recuerdo molón. Y al terminar, con las alforjas vacías, comerme una marinera, sentada en algún sitio donde diera bien el sol.

Lo del calzado es manía de una, me da por ahí cuando hay estas cosas. En la romería de la Fuensanta, una gitana me dijo que la Virgen me quería igual, aunque no fuese descalza. Pero tengo una vida tan cómoda que qué menos que sufrir un día.

Después de ver la procesión del Viernes Santo cada año, y siempre queriendo salir, por fin este año me decidí, y les pregunté a Rafael y a Pepe cómo se hacía para salir en los moraos. Me hablaron de las Hermandades, de los pasos que sacaban: La Verónica, la Caída, la Oración en el Huerto, o la Última Cena. Cada Hermandad con su paso. Y me hablaron también de Nuestro Padre Jesus Nazareno. De que en esa Hermandad muchos iban descalzos, y que hay hasta quien se entierra con esos hábitos. Ya no hacía falta que me dijeran más, me veía a mí misma saliendo en la procesión. Al día siguiente preparé los papeles, y como sólo me faltaba la partida de bautismo, pero tenía que ir a Alicante a por ella, mandé la de matrimonio para que me tramitaran mi ingreso como cofrade, mientras yo subsanaba el asunto de la partida. En tanto, fui adonde me dijeron a hacerme la túnica, me tomé las medidas, y miré en el calendario cuántas semanas faltaban para el Viernes Santo.

Qué ilusión nos hacía preparar las túnicas, y los paquetitos de caramelos. Antonio y Cristina salían el Viernes de Dolores en San Juan, y este año, también yo en los moraos. Estaba como loca de pensar en la procesión, en estar en la puerta bien temprano, más todavía conociendo a Antonio, que era capaz de hacerme estar allí dos horas antes. Ver desde la puerta cómo salían los pasos de Salzillo, moviéndose las figuras como si estuvieran vivas, y luego ponerme en mi fila acompañando al Señor.

En eso llegó la pandemia, y la misma casa donde había ido un par de meses antes para hacerme la túnica, salió en el periódico llevando un saco de mascarillas color morado. El coronavirus había hecho acto de presencia, y las costureras habían pensado en darle al género un mejor uso. Qué mejor procesión para esas telas que ir por los hospitales o por los geriátricos. Nuestros particulares mártires de esta Semana Santa.

La Semana Santa, que en nuestra cultura la celebramos saliendo a la calle en procesión, pero con vocerío y festejo, nos toca pasarla este año enclaustrados en nuestras casas, saliendo como zombies sólo a lo esencial, en un confinamiento que no sabemos cuánto va a durar, ni si valdrá para algo, mientras no sepamos quién es inmune al virus, ni quién más lo pasará. Pero el amor da sentido a este mundo, y hay que dar gracias a Dios de estar vivos. Mientras tanto, esperaremos pacientes a que todo esto pase.

Una vez escuché que la Resurrección del Señor lo que nos hacía ver era que si Él sufrió como hombre, y también conoció la muerte humana, fue para que pudiéramos sentirnos acompañados en la desgracia, o consolados ante el sufrimiento. No desde fuera, con una palmadita de consuelo, sino por quien puede comprender ese abatimiento porque también ha sido humano. No está de más tenerlo presente.

El hombre propone y Dios dispone. Yo quería acompañar al Señor, quería ir descalza, en silencio o rezando. Quería procesionar como los miles de nazarenos que salían en Semana Santa. Quería estar junto al Señor en el huerto de Getsemaní. Yo quería ir acompañando al Señor, y ahora es el Señor quien me acompaña a mí.