Todo es muy raro. No solo los patos de nuestros jardines andan sobresaltados, sino que las rutinas vitales, como las informativas, andan alteradas estas más de tres semanas de quedada en casa. He escuchado decir a una locutora de radio que le resultaba extraño no estar informando sobre los dispositivos de tráfico para esta Semana Santa, así como ofrecer las cifras previstas de desplazamientos por las vacaciones con relación a las del pasado año. Porque este año no hay vacaciones que valgan. No las sentimos como tales y andamos intentando convertirlas en algo extraordinario.

Pertenezco a una de las últimas generaciones que fue consciente de lo que suponía una Semana Santa en pleno nacionalcatolicismo. La única televisión y las pocas radios solo emitían programación religiosa con procesiones por doquier y, a lo sumo, películas bíblico-pasionales que ríete tú de los desfiles de Lorca: Ben Hur, Los Diez mandamientos, La túnica sagrada, Quo vadis€

Siempre me ha costado mucho incorporar a mi experiencia de fe las procesiones de la Semana Santa, tal y como las conocemos en nuestros pueblos y ciudades. Respeto y respetaré la religiosidad popular, pero siempre me he llevado muy mal con la hipocresía de quien presume de su catolicidad a la cabeza de hermandades y cofradías, como en cualquier asociación de fieles, y luego en su vida es conocido por sus prácticas injustas, defraudando al fisco o defendiendo posiciones personales, sociales o políticas que nada tienen que ver con el bien común. Ni, por supuesto, con el testimonio que dieron los personajes de esas imágenes que sacan a las calles. No soy nadie para juzgar a quien decide actuar así, pero, por favor, de ahí a que profesemos una misma fe va un trecho largo, largo.

Este año sí voy a echar de menos los Oficios. No los de trabajo, sino las celebraciones religiosas que comenzaron el pasado domingo y que siguen con el Triduo Pascual el Jueves y el Viernes Santo. Y no digamos nada de la Vigilia en la noche del sábado al Domingo de Resurrección. Los echaré de menos porque en los últimos años han supuesto una intensa experiencia vivida en el monte, en una pequeña casa de oración que está unida a las vivencias de cientos de personas que han pasado por ella desde hace cuarenta años. La institución de la Eucaristía y el amor fraterno, compartir la Pasión y la Muerte como realidades humanas, y alcanzar la experiencia suprema de la vida son las etapas que nos brindan estos días.

Lo positivo que toca vivir, porque el aprendizaje no se detiene nunca, es que esta realidad es la que es, la que no podemos negar, la que responde a lo que la naturaleza nos depara. Los acontecimientos tienen el valor que tienen y nunca es bueno quedarse anclados en ellos. De ahí que nos hace cada vez más fuertes, cada vez más consciente, abordar las circunstancias como elementos constitutivos de la existencia.

Una Semana Santa como esta quizá no se repita. De ahí que haya que saborearla como se presenta. Y si lo hace de nuevo, tendremos la lección un poco más aprendida si cabe, por lo que estaremos en mejores condiciones para abordarla. Es lo que tiene de bueno no quedarse dormido en los laureles o en los efluvios del incienso cuando están vacíos de sentido.