¿Se sabe el momento exacto en el que acaba el amor? ¿Puede eso saberse? ¿Estamos alerta por si acaso ocurre o miramos para otro lado por miedo a que suceda o para que pase? ¿Es la tendencia natural alimentar una relación o lo es sabotearla? ¿El amor muere o al amor se le mata? ¿Se trata de una muerte súbita o va arrastrando los pies hasta que no puede dar un paso más? ¿Puede el amor ser para siempre o es eterno porque se acaba?

Siempre he sido una mujer de muchas preguntas y pocas, muy pocas respuestas y tú siempre has sido de no responder si no te interesaba.

Te dije que no quería que estuvieses ni un solo día conmigo sin desearlo, que lo dejásemos al primer signo de desamor. Por supuesto, nunca comtemplé ser yo quien dejase de amarte. Algo así no cabía ni cabe en mi cabeza. Me atormentaba la idea de que me besaras sin ganas tanto como que se te pasaran las ganas de besarme y quizá yo misma te asfixié con mis dudas e inseguridades hasta impedirte casi respirar. «¿Seguro que me quieres?» «¿Por qué me quieres?» «¿Cuánto me quieres?» «¿Todavía me quieres?» «Estoy segura de que yo te quiero más», Todas estas frases que, al principio, son simples juegos de amor, se tornan en reflejo de la inseguridad de quien las formula y motivo de agobio, de frustración, e incluso de ofensa por parte de quien las recibe.

Pero ¿cómo podía pensar que yo era alguien que merecía la pena? ¿Cómo podía creer que yo era alguien digna de amar cuando, tanto y durante tanto tiempo, él me hizo sentir y saber que no lo era? Tú no eras responsable de las heridas que yo arrastraba y aún arrastro y que tú tratabas de sanar discreta, constantemente y sin aspavientos.

Al principio, me dedicaba a disfrutar de la novedosa sensación de sentirme querida, después buscaba signos y pruebas de que en realidad lo era. Borraba el resto de llamadas que me realizaban o yo hacía para ver solo las tuyas registradas en mi teléfono.

Al principio, me recreaba releyendo nuestras conversaciones. Disfrutaba de nuestras tonterías, nuestras risas, nuestra complicidad, nuestras palabras de amor. Más tarde, borraba mis intervenciones para leerte solo a ti y tener la sensación de que hablabas mucho conmigo y borrar cualquier signo que reflejara tu silencio o el tiempo que tardabas en contestar. Me imponía una cierta disciplina: no le hables tú primero. No le digas tanto lo mucho que lo quieres ni lo guapo que es ni lo mucho que te gusta. Lo lograba un tiempo, pero es que deseaba tanto hablarte a cada rato, pensaba tanto en ti y necesitaba tanto decirte lo mucho que me gustas, lo guapo que eres y que más no te puedo querer, que la tregua autoimpuesta duraba poco.

¿Que si creo que me he puesto trampas? ¿Que si creo que yo sola me he ido envenenando? ¿Que si sé por qué lo hago? Como te he dicho, soy una mujer de muchas preguntas y pocas respuestas. La verdad es que has hecho lo que nadie nunca había hecho por mí. Me has hecho sentir aquello que jamás había experimentado, pero algo dentro de mí me repite que no puede ser, que no soy digna de que alguien como tú comparta su vida con alguien como yo, que no me puedes querer.

Cuando aún no teníamos relación, leías mis relatos con suma atención. Los esperabas. Me decías que era muy fácil leerme y que había despertado tu interés por la lectura. Cuando comenzamos a salir, cuando supiste que escribo como quien se desangra, como quien se va quitando la ropa, como quien se arranca las páginas del corazón, te empezó a doler. Decías que sufrías buscándome a mí en mis letras, encontrando sufrimientos y preocupaciones que imaginabas que me eran propios. Te daba pudor reconocerte y agobio leerme sufrir. Si hablaba de amor del bueno, si leías nuestras anécdotas o la huella inevitable de esta locura de mi amor por ti, me explicabas que te sentías como cuando te cantan el cumpleaños feliz, que uno pasa cierto apuro, que nos gusta y nos avergüenza a un tiempo.

Al principio, me pedías que te enviase cada texto a ti primero. Después, yo te los enviaba sin que tú los reclamaras y tú los dejabas sin leer. Y cuando tú dejaste de leerme, comenzaron a morir mis ganas de escribir.

He cometido tantas estupideces.

Me estás mirando escribir desde el sofá. Noto tus ojos en mi perfil. Te levantas negando con la cabeza y te diriges hacia mí.

Ahora me sonríes, te asoman esos hoyuelos que me derriten. Niegas de nuevo con la cabeza, señalando sin palabras las lágrimas que me caen mientras dejo caer los latidos sobre el teclado. «A ver que te lea, que luego dices que ya no me importa lo que escribes». Te tomo en mi regazo y vas bajando la vista por los renglones de la pantalla. Me siento avergonzada y me da un poco la risa floja, como si me hubiesen pillado con las manos en la masa.

Terminas de leer y te giras hacia mí, aún sobre mi regazo, y me dices: «Escribe esto: dice mi novio que si bien es cierto que soy un poco tontita y que esto de estar encerrada me está afectando bastante, a pesar de todas esas imperfecciones que aseguro tener y que, probablemente, sean ciertas, él es tan tan tan tonto que más no me puede querer y siente cortarme el rollo, pero intentará, en lo que esté en su mano, que esta historia no acabe en drama, sino con escenas de sexo de esas que hay que censurar».

En fin, el amor.