Entonces la música no era solo música, sino el propio sonido del corazón. La escuchabas y se extendía por todo tu cuerpo y se quedaba dentro hasta formar parte de ti. Las buenas canciones se distinguen por que cada vez que las escuchas suenan como nuevas, como los recuerdos que te acompañan toda la vida. Se conservan tan vivos que nunca dejan de decirte cosas sobre ti que no sabías. Mi adolescencia es una canción de Luis Eduardo Aute.

A mi amigo Pedro le gustaba Barón Rojo y no paraba de poner la cinta de Rock'n'Ríos. Carlos venía cada día a clase con la cinta grabada de algún grupo nuevo, cada uno con un nombre más extravagante que el anterior, y sus preferidos eran Aviador Dro y Adam and the Ants. A las chicas les gustaba Mecano, aunque las más sofisticadas ya bailaban con La estatua del jardín botánico. Y en las noches de verano cantaban Las cuatro y diez (¿por qué nos fascinaba tanto algo que todavía no habíamos vivido?) sentadas en la arena de la playa, con una guitarra, sangría y un paquete de Fortuna para compartir.

Había mucha belleza y amor en sus canciones, y melancolía y soledad y sueños de aventura. Había muerte y rebeldía. Y tristeza. Ternura y una canalla camaradería. Lo descubrí en casa de mis primos. El disco doble Entre Amigos sonaba a todo volumen y podía escucharse en el rellano y escaleras abajo. Serrat, Milanés, Rodríguez. Allí estaban todos. Desde entonces me dejaría la paga mensual en la tienda de discos del Pasaje Doctor Serra (¿existirá todavía?) en busca de esos amigos con los que escribiríamos los versos más tristes de nuestras vidas, pero también los planes de huida hacia Albanta, donde las ciencias no son exactas, porque es eterna la infancia y el fin no es el fin, porque no acaba lo que no empezó€ Una belleza a prueba de tiempo.

La última vez que lo vi fue en el Teatro Romea. Sería a finales de los 90. De repente habían pasado casi veinte años. Habían dado las cuatro y diez varias veces y estábamos ya en el futuro. Durante un rato, sin embargo, volvieron a sonar las canciones para recordarnos que seguíamos siendo los mismos, a pesar de los vaivenes de la vida: todavía haciendo dibujos en los márgenes de los apuntes, en el instante en que estalla el deseo, tirando piedras como un James Dean atrapado en un gift, con Albanta en el horizonte.