Yo, que todo lo que sé lo he aprendido en los libros, sé que hay algo que no se encuentra en ellos: la sabiduría. No hay manera de llegar a tal estado que no pase por la propia experiencia y la sosegada reflexión sobre ella. En lo que a sabiduría se refiere, uno saca de los libros lo que trae; mejor estructurado y formulado, convenientemente ilustrado, pero, en lo sustancial, lo que trae. La sabiduría es cumbre que solo se gana escalando por uno mismo los sinsabores que conlleva estar vivo. Vivimos en época de exceso de datos, de niños sobreprotegidos, de estridencias. Combinación que se conjura contra todo amago de sabiduría. «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Y dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?», se preguntaba T. S. Eliot.

Por eso tengo una pega que ponerle al exitoso tuit del escritor Manuel Vilas de hace unos días: «Ahora ya sabemos que la vida es comer con un amigo en una terraza, ir de librerías, tomar el sol, ver una película, perderte por una calle desconocida, coger un tren. Por eso, cuando la vida regrese, le pediremos menos cosas. Y tendrá sentido esto». Mi única objeción es que todo eso ya lo sabíamos. Pero ahora lo hemos sentido.

Sabemos que vamos a morir como quien sabe quién descubrió el wolframio: conocimiento inerte. Solo quien de verdad ha sentido la muerte es capaz de aplicarse el cuento y redimensionar su existencia. Por eso nos fascinan las historias de quienes, tras tratarse de tú con la muerte, regresan y nos relatan la epifanía.

El filósofo británico A. J. Ayer sufrió una de esas experiencias que llaman 'cercanas a la muerte', donde se retorna a la vida terrena tras un paro cardiaco con forma de punto final. Se dice que el filósofo atemperó su célebre mal humor desde entonces. «Mi marido», solía decir su esposa, «está encantador desde que murió».

Ric Elias viajaba en el vuelo 1549 de US Airways, el avión que se quedó sin motores y amerizó milagrosamente sobre el río Hudson. Tres cosas, cuenta Elias, se le vinieron a la cabeza cuando el avión, en un aterrador silencio por la carencia de motores, se alineaba con el río y sonaron por la megafonía las palabras del comandante: «Prepárense para el impacto». Una: todo cambia en un momento. Basta un instante fugaz para que todo se desmorone y nuestro nutrido catálogo de cosas por hacer se quede por siempre así: por hacer. A partir de ese momento, cuenta Elias, solo colecciona vinos malos: si tienes un buen vino, y se da la ocasión, no lo dudes: descorcha. Nunca se sabe qué sucederá mañana. No pospongas ni un solo instante de felicidad.

Dos: la profunda lástima por el tiempo que uno ha malgastado en disputas que realmente no importan con gente que realmente importa. No he sido mala persona, pensó el pasajero, pero he permitido demasiado a menudo que mi ego interfiera en mi relación con los demás. Cuenta Elias que, desde aquello, ya no discute con su mujer: «Prefiero ser feliz a tener razón».

Tres: morir no da miedo. Nos hemos ido preparando para ello a lo largo de nuestra vida. No es miedo la sensación; es mera tristeza: ¡no quiero irme! ¡Me gusta esto!

Una vez escuché a un expresidiario contar que lo que más echaba de menos en la cárcel, más que la libertad de corretear por las calles, eran pequeños detalles: ponía como ejemplo no poder hacerse un vaso de leche antes de acostarse. Mi amigo Paco, que también regresó de la muerte hace unos meses y lo hizo con el mismo humor canalla con el que casi se nos va, dice que lo que más echa de menos en estos días de cuarentena son los desayunos en su Café Bar Río. Pequeños detalles.

Nosotros, los confinados con buena salud, no atravesamos tragedia alguna. Con nuestros libros, nuestras series, nuestra despensa bien surtida, nuestro WhatsApp, nuestro Internet. Tragedia es la de quienes han perdido la vida estas semanas, la de quienes han perdido a un ser querido. También la de quienes han perdido el empleo. No, lo nuestro no es una tragedia: es una oportunidad. La oportunidad de sentir, porque saber ya lo sabíamos, que la vida es breve y que cada momento es precioso y que el ego es una mierda.

¿Recuerdan la rima de Bécquer donde, por orgullo, ni ella llora ni él pide perdón? Años después, se lamenta: «Yo digo aún: ¿por qué callé aquel día? Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?».

¿Y si hiciéramos de este confinamiento nuestro vuelo 1549 de US Airways y recordáramos qué es lo importante de verdad? Porque, recuerden: la muerte no da miedo, da pena.