Con este artículo queremos sumarnos a los homenajes que cada día se repiten desde nuestros balcones a todas las personas que están trabajando para cuidarnos, especialmente a las mujeres de cualquier color, origen o clase social que todos los días salvan vidas y que solo se hacen visibles durante las tragedias. Traemos aquí a algunas de sus antecesoras.

Desde tiempos remotos, hombres y mujeres se han preocupado de asegurar la continuidad de la vida y así perpetuar nuestra especie, organizando las tareas necesarias para asegurar que necesidades indispensables como la salud, la vivienda, el alimento, estuvieran cubiertas. El ser humano ha sufrido enfermedades desde su origen y algunas de estas enfermedades, constatadas por la Paleopatología, nos siguen afectando en la actualidad.

Ya en la Prehistoria, la mujer tuvo un papel destacado en la práctica de los cuidados encaminados a asegurar el mantenimiento y la continuidad de la vida. Ella era la que cuidaba a niños y enfermos, la que los alimentaba, protegía del frio o del calor, la que intentaba mantenerlos alejados de la muerte. Asegurar la supervivencia eran actividades cotidianas, menos espectaculares que las que desempeñaban los hombres enfrentándose con su fuerza y talento a los animales, pero igual de necesarias.

Las mujeres recolectoras descubrieron propiedades medicinales en las plantas; aprendieron a secarlas, a almacenarlas, a mezclarlas para tratar enfermedades y, a partir de la observación minuciosa y la experimentación aprendieron a reconocerlas, dando origen a la farmacopea.

Este inmenso patrimonio del saber fue transmitido de madres a hijas a lo largo de generaciones.

Estas mujeres, que fueron ampliando sus conocimientos a través del intercambio de saberes sobre las propiedades curativas de las plantas, eran sanadoras y trabajaban para la comunidad. De ahí que en muchos estudios sean consideradas las primeras médicas y anatomistas de la historia de Occidente.

Pero a finales de la Edad Media y en el Renacimiento, la lucha por el control masculino del conocimiento, de la ciencia, desencadenaría la 'caza de brujas'.

Fue una persecución consciente, un genocidio, contra las mujeres por su sabiduría e independencia, llevado a cabo por las élites del poder, y alimentado de una renovada misoginia, alentada por la Iglesia y que tomó fuerza a partir del siglo XIV.

Durante esta larga época, las fórmulas de curación y adivinación que no tuvieran la aprobación de la Iglesia o de la medicina oficial son identificadas como brujería y consideradas pecado mortal.

Las brujas sanadoras usaban analgésicos y calmantes para aminorar los dolores del parto; mezclaban sus prácticas curativas, el uso de ungüentos, con viejos ritos paganos heredados de épocas anteriores al Cristianismo; aconsejaban sobre métodos anticonceptivos y practicaban abortos. Las parteras fueron las que más sufrieron la persecución, pues se les otorgaba poderes especiales por conocer los misterios, la magia del nacimiento. Aunque no se puede determinar la magnitud de la masacre, las estimaciones van desde 200.000 a nueve millones de personas ejecutadas, siendo un 80%, mujeres.

La casi extinción de las brujas supuso la pérdida de una buena parte de sus conocimientos, pero por fortuna no se perdieron totalmente; de hecho, fueron retomados por grandes médicos como Paracelso, considerado el 'padre de la medicina moderna', quien en el siglo XVI reconoció que todo lo había aprendido de las brujas.

Con la aparición de las universidades, la mayoría vinculadas a la Iglesia, se institucionaliza la medicina, excluyendo a las mujeres. Se prohibió su práctica a toda persona que no tuviese título; a excepción de la obstetricia, las mujeres perdieron el derecho a sanar, a ejercer el trabajo que habían practicado durante generaciones.

Aunque las principales víctimas de la caza de brujas fueron mujeres campesinas y pobres, también la sufrieron mujeres instruidas y de clases más privilegiadas que cuestionaron la competencia de los médicos al curar a personas cuando los licenciados habían fracasado. Este fue el caso de Jacoba Félicié, acusada en 1322 por la Universidad de París de practicar la medicina ilegalmente. En su defensa, aludió a que las mujeres se sentían menos avergonzadas al ser examinadas por una mujer y que había creado un vínculo de confianza con sus pacientes, hombres y mujeres, a quienes visitaba con asiduidad. Su gran conocimiento del cuerpo femenino provocaba el pavor de los hombres de la época, pero seguramente, fue el hecho de que cobrara por sus servicios y se hiciera popular lo que la llevaron hasta el tribunal universitario. La documentación del juicio y la declaración de los testigos inmortalizaron la vida profesional de esta mujer, que fue una médica excelente y querida por sus pacientes.

Las mujeres quedaron oficialmente excluidas de la práctica de la medicina hasta que apareció la figura de la enfermera, especialmente con Florence Nightingale, quien se reveló contra los dictados de la época victoriana, contrarios a que una dama se dedicara al cuidado de los demás y entregó su vida a los hospitales de campaña, viviendo en las urgencias de la guerra de Crimea y las epidemias a miles de kilómetros de su hogar. Su mérito fue haber comprendido la importancia de la formación sistemática, creando así una verdadera profesión e impulsando la creación de las primeras escuelas de enfermería en Inglaterra.

Asimismo, Florence preparó el terreno para la participación de la Enfermería en la investigación. A lo largo de su carrera, reunió, analizó e interpretó datos sobre la sanidad en su época y sus numerosos estudios permitieron conocer los factores asociados a las variaciones de las tasas de morbilidad, mortalidad y recuperación.

A su lado trabajaron cientos de mujeres anónimas que también abandonaron sus hogares para dedicarse a cuidar a personas enfermas o heridas por las guerras. De entre ellas, Mary Seacole, quien recorrió el Caribe aprendiendo medicina tradicional, luchando contra el cólera con sus heterodoxos conocimientos e insistiendo en la importancia de la higiene, lo mismo que hacía Florence al otro lado del océano.

Mary fue rechazada en varias ocasiones, seguramente por ser negra, para ir como enfermera a la guerra de Crimea y, con su propio dinero, viajó hasta allí, montó una casa de huéspedes junto al campamento militar, donde se colaba por las noches para trabajar con Florence; así mismo, se aventuraba en el campo de batalla para asistir a heridos y moribundos.

Y aunque fue portada de los periódicos de su época y miles de personas acudieron a un festival benéfico para recaudar fondos a fin de mejorar su delicada situación económica, su nombre y su historia se desvanecieron en la oscuridad hasta la reedición de su libro, Wonderful Adventures of Mrs Seacole in Many Lands, que permitió a las nuevas generaciones reconocer sus grandes contribuciones.