Desde Ifema hasta el Palacio de Hielo de Madrid se puede ir andando. En coche son menos de tres minutos, quizás a pie sean quince o veinte. Las afueras de Madrid en esa zona se parecen a los bloques de edificios que conectan el final de la avenida Juan de Borbón con las pedanías de Murcia. Familias jóvenes, primeras residencias de recién emancipados, restaurantes de comida rápida y alguna que otra cafetería de barrio para los nostálgicos de la España de ayer.

Hace unos meses se celebraba Fitur por ahí. La mayor Feria de Turismo del mundo, con una inversión de cientos de millones de euros en cada caseta con el objetivo de convertir cada rincón de nuestro país en el mayor polo de recepción de turistas de Europa. No han pasado ni tres meses y aquello parece otro mundo en el que la palabra coronavirus sólo sonaba para recordar que este año, curiosamente, habían venido menos chinos.

Cuando los no madrileños van a alguna feria internacional con la familia suelen alojarse por esa zona. Alguno de los padres va a trabajar mientras el resto hace turismo o patina. La conjunción entre las grandes inversiones y el ocio más inocente. La realidad que era y ojalá sea.

Ahora ese lugar de grandes exposiciones en la que los grandes productores luchan por atraer a los grandes inversores se ha convertido en un campo de batalla infinitamente más importante. El lugar en el que conviven soldados sanitarios y veteranos luchando por salir adelante. Cientos de camas de enfermos a los que hace semanas les decían que esto sería como una gripe y que fueran a manifestarse y mitinear sin miedo. La realidad que se escondía bajo el relato.

Pero si Ifema es ahora una pesadilla terrible, a quince minutos de paseo, en lo que hasta ahora había sido el Palacio de Hielo, se esconde la cruda realidad tras esta tragedia.

Hoy, mientras usted lee este artículo, hay cuatrocientos ataúdes en procesión en lo que antes era una pista de patinaje. Personas mayores, chicos jóvenes, con o sin patologías previas, con muchos o pocos años de vida por delante antes de que ocurriera esto. Hay cajas de madera que guardan a personas esperando a ser incineradas porque los crematorios no tienen capacidad suficiente ante la avalancha de fallecidos.

Detrás de la noticia de «Ochocientos muertos al día» hay personas con nombres y apellidos que en vez de una sala de tanatorio se han despedido del mundo con una etiqueta numerada en una pista de patinaje sobre hielo. Hombres y mujeres a los que sus familiares han tenido que llorar desde casa pensando que el cadáver de sus padres, sus hermanos o sus hijos es uno más en una estadística que olvida que ochocientos muertos no son un conjunto total de personas anónimas, sino la suma de ochocientos individuos que han dejado este mundo antes de lo que les tocaba.

La vista sobre el Palacio de Hielo es probablemente la imagen más triste de esta tragedia. Y, sin embargo, la más real. Porque donde antes había exposiciones y patinadores, ahora hay héroes y españoles caídos luchando contra el virus.

Los responsables, a su tiempo, pagarán por ello. Deben hacerlo. Por cada uno de esos ochocientos diarios.