Tercera semana en estado de alarma. La imagen de las calles llenas de gente ha comenzado a parecerme extrañamente lejana. Las persianas de los comercios acumulan capas finas de polvo mustio, las aceras vacías parecen enormes, las líneas del asfalto han mutado en puntos suspensivos.

Los pájaros se sienten protagonistas de los sonidos urbanos. Identifico seis tonos diferentes entre los árboles del parque contiguo a mi casa. Un grupo de palomas se reúne en la zona de columpios. Se mueven tranquilas, con cierta soberbia. Esos pechos hinchados quiero verlos yo cuando vuelvan a ser libres nuestros niños.

En la jefatura trabajamos adaptados a la nueva situación. Las videoconferencias evitan contactos que considerábamos imprescindibles. Reuniones, declaraciones, mensajes circulares. Las circunstancias obligan a precipitar algunos saltos. Pasamos muchas horas en la calle. Intentamos no bajar la guardia a pesar de la sobredosis de rutina. Patrullas tranquilas, gente que enseña el perro y se encoge de hombros. Los días son una sucesión de déjà vu. Las noches siguen teniendo el ritmo despacioso de la marea al retirarse.

Sigue habiendo denuncias por incumplimiento de las normas. La emisora mueve vehículos de un lado a otro de la ciudad. Cada intervención pone en riesgo a alguien. Desinfectamos los coches patrulla con ozono antes de ponerlos de nuevo en la calle. Nos hemos acostumbrado a que seamos nosotros los enmascarados. Protegernos es garantizar el servicio de mañana. No nos resignamos a faltar en primera línea en el siguiente turno. No aceptamos faltar al relevo de nuestro compañero. No podemos permitirnos volver a casa con el enemigo emboscado en la suela de los zapatos.

Llamada a la sala. Cuatro chavales fumando en un banco. Ni siquiera llevan medios de protección. No se sienten vulnerables. No se plantean que el virus podría utilizarles para viajar como polizón de un beso o una caricia. Hacemos preguntas de corte filosófico a los ciudadanos. De dónde vienen. A dónde van. Nuestro trabajo solía consistir en garantizar que la gente pudiera salir tranquila a la calle.

Resulta sorprendente que haya tantas cosas que han dejado de sorprendernos. Más de un tercio de la humanidad vive hoy confinada. Un estornudo sobresalta como un disparo. Dudamos sobre cosas que sabíamos a ciencia cierta hace sólo unas semanas. Nunca pensamos que la realidad pudiera parecernos tan irreal. Nunca pensamos que seríamos embestidos por los molinos de viento.

La compra es una expedición. En la entrada del supermercado, una torre de papel higiénico certifica el poderío del establecimiento. Accedemos por turnos, te observan mientras te pones gel y guantes. Clientes solitarios empujan carros sin mirarse a la cara. Todos llevan mascarillas. Algunas muy precarias, improvisadas, de eficacia dudosa. El equivalente pandémico de la ristra de ajos.

Escenas distópicas. El tranvía pasa frente a la ventana de la habitación donde estoy escribiendo. No lleva un solo pasajero. Un tubo de luz vacío que se dirige hacia algún sitio a donde no va nadie. La nueva jerga va cargada de significantes. Hospital de campaña, carga viral, aplastar la curva, alcanzar el pico. La gravedad de la palabra respirador. Las crudas connotaciones de la expresión criterios de triaje.

Acusamos los efectos de la exposición en los nuestros. Los contagiados aumentan, pero otros regresan de sus periodos de aislamiento para ocupar su sitio en la línea. Uno de nuestros policías ha muerto esta semana en Barcelona. Una fila de uniformados le despide a la hora en la que se encienden las farolas. Un homenaje breve, sobrio. Una parada para respirar unas cuantas veces con la mandíbula apretada antes de seguir.

Escarbamos las noticias apartando el barro con las manos, buscando con avidez diminutas piedras preciosas. Nuestros incansables gigantes de batas blancas van ganando poco a poco la batalla. Un brazo golpeando a la bestia, otro protegiéndonos a todos. Escucho a una doctora en la radio. Cada vez conocemos mejor el virus, se contiene el número de ingresos, los tratamientos son más efectivos. Transmite esperanza. Está segura de que vamos a vencer.

Mientras tanto, acaban de prorrogar de nuevo el estado de alarma. El inicio de las vacaciones de Semana Santa será una raya en el agua. Arrancamos la hoja de abril antes de estrenarla. Primavera devuelta por falta de uso.

La luz y el calor de la calle acarician las ventanas con seductoras voces de sirena. Nos tientan, pero permaneceremos amarrados al mástil con firmeza. Seguiremos avanzando hasta llevar el barco a un puerto seguro. Itaca se encuentra al final del camino.

Seguimos.