Esta noche ha vuelto a ocurrir. De manera casi imperceptible los sueños habían quedado aparcados en algún rincón del inconsciente. Ellos no habían acudido de nuevo a rescatarme de las garras de mis pesadillas desde aquel fatídico año en el que no salimos de casa durante varios meses. Lo han hecho ahora, a punto de que nazca nuestro hijo, frente a los miedos al mirar al futuro. La habitación se iluminó de nuevo y han logrado otra vez calmar mi ansiedad. La tenue luz de un farol suspendido en el extremo de su cola ha sido suficiente para irradiar instantes de sosiego y calidez al dormitorio. Siempre supe que regresarían algún día para ayudarme a combatir la fatalidad, el pesimismo, la angustia, la sinrazón. Y lo han hecho en silencio, sigilosos, sin pretender asustar a nadie. Sin llamar la atención.

Yo era un niño asustadizo, pese a que parecía un pequeño adulto. Dominaba el lenguaje de los mayores, les decía lo que a ellos les gustaba escuchar, hacía lo que esperaban que hicieran otros niños como yo. Les permitía sentirse bien, les mostraba seguridad en sí mismos, mientras que era capaz de ocultarles mis miedos. Así ellos tampoco los tenían. Siempre supe que pasaba algo raro, porque un buen día nos dijeron que no teníamos que ir a clase. Que los profes nos enviarían los deberes a casa. No volvimos a salir la calle hasta que pasó un buen tiempo. Mis padres trataban por todos los medios de ocultar lo que sucedía. Pero cada día que pasábamos en el piso era una ocasión para no comprender por qué hablaban cada vez menos conmigo, por qué tampoco lo hacían entre ellos. Sin embargo, siempre estaban mirando sus teléfonos y tabletas.

Desde mi cama trataba de escuchar las noticias de la tele, pero siempre supe que bajaban el volumen para que yo no pudiera oírlas. Imaginaba que una terrible catástrofe se cernía sobre nosotros. No sabía muy bien qué podría ser. Agotado, conseguía dormirme con el miedo y el temor como compañeros de cama. Hasta que un sudor frío, mezclado con terribles imágenes de monstruos de la peor especie, alteraba el sueño y notaba cómo me faltaba la respiración. Como si un ser desconocido me tapase a la vez la nariz y la boca, sujetándome por detrás. Hasta que aparecían ellos, con un revoloteo en ambos lados de la cama. Una noche, el dorado. Otra, el cobrizo. Las menos, el plateado. Pero siempre exhalando gases y vapores que eran los que me despertaban del ensueño angustioso y tenaz que me atenazaba. Surgían justo en el momento en el que soltaba ese chirrido agudo al apretar mis dientes, mezclado con un grito aterrador. Me incorporaba entonces y, tras unos instantes de desconcierto, él se sentaba en la alfombra, al caer de mi cama, en silencio, con esa mirada refulgente que era la que lograba calmar mi angustia.

Ahora he crecido y me dispongo a la continuidad de una nueva estirpe. Tras el tiempo transcurrido desde que abandoné la infancia, han tenido que aparecer ellos otra vez para salvarme de esta desazón, de esta inquietud interior. Aquella pandemia cambió a los adultos y, por ende, a los que entonces éramos niños. Nos hizo temerosos. Logró que el miedo anidase de manera permanente en nuestras vidas. Por eso es tiempo de soñar con dragones para vencer la desesperanza y la angustia con sus conjuros. Para que el fuego, los gases, los conos de hielo, los rayos o los ácidos que despidan por su aliento nos sirvan para arrasar con la fatalidad y contra quienes nos aprisionan. Que sean los aliados imprescindibles para este nuevo tiempo que, como el que vino entonces, permita imaginar un mundo diferente.

Y que su magia lo haga posible.