Los conciertos me han agotado más de lo que pensaba, y estas fiebres feroces me han derribado como si fuera un buey en el momento de haber recibido la estocada final. ¿Quién sabe si no acabaré aún en el matadero? Mirad, allí está la gente. Por ahí va volviendo de los servicios religiosos, un domingo cualquiera, la consabida hilera de hormiguitas afanadas en recorrer la Herrengasse. Me encuentro con demasiada gente demasiado a menudo. ¿No entendéis que no deseo ver a nadie? ¿que os evito a todos? Vuestros ojos se clavan en mi pecho y me dirigís miradas que no entiendo o porque no sois voz para mis oídos o porque ni siquiera seres mudos en lo que a mí respecta, la tenéis. Honastamente, yo no lo sé. Queréis ver al artista, al creador excéntrico, me arrojaríais nueces y me pediríais que bailara como un oso si la hipocresía disfrazada de urbanidad no os contuviera.

Vuestra presencia me angustia, me obligáis a levantar muros de silencio entre vosotros y yo. Sí, muros de silencio, enseguida lo entenderíais si os permitiera acercaros a mí. Dotado para el arte como nadie, con una fina sensibilidad y capacidad de percepción, poseedor de un talento natural para la música y capaz de percibir los más finos matices sonoros del universo salido de las manos de Dios, de Aquel ser divino que es el único artista y creador de mundos superior a mí, yo Beethoven, he de pasar el resto de mi vida como un paria apartado de la gente, evitando sus manos, escapando de su aliento y huyendo de sus miradas.

Yo, que amo la humanidad si es portadora de sueños nobles, y cuando es luchadora abnegada, heroica e incansable, fabricante de su destino y de su libertad; yo, sí, yo, ahora estoy considerado por todos un ser irascible, casi un loco, decididamente un misántropo. ¡Ah, si me conociérais de verdad! Si supierais con cuánto dolor evito vuestras miradas fijas en mí continuamente, interrogándome con rostros más penetrantes que los puñales más afilados, y que parecen gritarme ansiosos con gritos que ya no escucharé: «Eh, tú. ¿Es que no no oyes?». No, no os oigo, ese es mi desgarrador dolor, el castigo mayor que pueda sufrir un músico, la pérdida del don de escuchar. Herido, sí, pero no muerto. Expulsado de la mesa de los dioses tras haber probado sus manjares exquisitos, y sin embargo, ¡no me dan muerte, los muy crueles! Pienso que debería hacerlo yo mismo. Es bien fácil, a fe mía. Entraría en la inmortalidad por mi propia mano como un héroe de novela. Un disparo, un movimiento certero de mi navaja de afeitar; tan solo un segundo de dolor y después el silencio, la absoluta permanencia en el seno de la oscuridad, sin sonido, sin luz, sin tiempo.

La idea de matarme me ronda día y noche, de acabar de una vez por todas y para siempre con las fragilidades de mi carne mortal, cuyas flaquezas y dolores no se limitan a la sordera aun siendo esta, para mí, la más dolorosa. Carne mortal, carne que ha de pudrirse y que sirve de envoltura a un alma buena, porque yo, sí, os lo juro por lo más sagrado aunque no lo creáis, soy un hombre bueno. Un hombre que solía escuchar los mensajes de Dios con el arrobamiento con que se escucha el sonido del agua cayendo por el arroyo y envolviendo suave la piedra inamovible, que captaba el hálito divino del Creador cuando el viento acariciaba las ramas de los árboles o escuchaba la esencia misma de la verdad expresada en los tiernos acordes del modesto caramillo en manos de un joven pastor.

Ahora no soy capaz de nada de eso. Amargamente lo comprendí al regreso de uno de mis paseos, y estando acompañado para mayor desgracia mía por una persona que será testigo de mi humillación y quebranto; pues cuando buscando algo de paz como el viajero extraviado en el desierto que ansía el agua de algún pozo, salí acompañado para caminar por este pequeño rincón de Heiligenstadt, cuyos parajes bien hubieran podido inmortalizar los bucólicos de la Antigüedad, entonces mi interlocutor llamó la atención sobre una musiquilla interpretada por algún mozo a cargo del ganado, mas yo, descubierto en mi falta, no pude decir que oyera nada. Y así, después del suceso, me recluí tras los muros sólidos y austeros de esta casa en la que como ya sabéis, se esconde el temible Beethoven, el ogro malvado, malhumorado, aquel que odia a la gente.

Pero tú, ¡oh fuerza creadora de la música! aún me amas, no te has apartado de mí y de nuevo me visitas, aunque no pueda oírte. ¡Amada inmortal! Es verdad que me profesas cariño y misericordia sin límites porque aún en el estado lamentable en que me encuentro y por el que hasta los perros callejeros me evitan, tú acudes, benévola y buena, a verme; derramas tu bálsamo sobre mi herida abierta, una mil veces mi amada inmortal, por grande que sea tu amor, yo te amo a ti más todavía, pues eres mi luz, mi vida y mi rescate.