Cada tarde, a las 20.00 horas, los aplausos resuenan en cada calle de cada pueblo y cada ciudad de nuestra Región (como en otras Comunidades y países) poniendo así sonido al profundo agradecimiento de cada hogar y cada ciudadano a los profesionales, especialmente los sanitarios, que estos días se dejan la piel y el corazón luchando contra este maldito virus. La piel, como metáfora de la salud, porque muchos de ellos han resultado también víctimas. El corazón, porque estoy segura de que de una experiencia así no se sale indemne. Por la responsabilidad sobre las vidas de otros. Por la culpabilidad y la impotencia al sentir que uno ya no pueden más, tras interminables jornadas de trabajo, dicho sea de paso. Por no poder ver a los tuyos por el miedo a dañarlos. Y porque, a falta de otros familiares, se están convirtiendo en consuelo de enfermos y en la mano que aprietan los moribundos. No. Uno no puede ser el mismo después de algo así.

Y es que, además de librar en las trincheras la batalla al COVID-19, en muchos casos y muchas otras áreas están obligados a mantener la normalidad en la retaguardia, mostrando la entereza y el equilibrio que garantice el correcto funcionamiento de los principales servicios. Sea este el caso de los hospitales maternales, por ejemplo. Porque, gracias a Dios y afortunadamente, se sigue naciendo. Y es que ahora, en medio de todo lo que está ocurriendo, es más necesario que nunca sentir esa tranquilidad y esa serenidad durante el alumbramiento. Hablaré de lo que conozco, y me consta que en el Hospital Virgen de la Arrixaca todo el personal de maternidad y paritorios sigue trabajando para que nosotras, las mamás, sintamos que nuestro parto es único; y ellos, los bebés, vengan a este mundo ajenos a la locura que ha desatado este virus.

No sé si lo he contado ya, creo que no, pero jamás olvidaré aquellas horas y aquellas caras. Ni tampoco sus nombres. Recuerdo que el domingo 20 de octubre entraba sola (el 'Hombre del Renacimiento' había ido a aparcar) por la puerta de Urgencias del Hospital Maternal con mi bolso en la mano y muerta de vergüenza por el reguero que iba dejando a mi paso. Jamás había estado hospitalizada, por lo que llegaba con cierto recelo. Los nervios se me intuían en una media sonrisa que no me podía quitar de la cara. Y encima, como ya sabéis, iba sin plan de parto. Pero totalmente dispuesta a ir reaccionando según la situación lo requiriese.

Ya en monitores las enfermeras me ayudaron con la ropa, pues perdía mucho líquido y no podía dejar de presionar para desvestirme. Y desde ese momento, nunca me he sentido mejor tratada. En planta, mientras esperaba a dilatar, la matrona María Ángeles Gil me acompañó en cada centímetro con reconocimientos que apenas sentía. Ella se sorprendía de cómo podía mantener la sonrisa y bromear mientras los hacía. Lo que no sabía es que yo solo me contagiaba de su energía.

Cuando llegaron las horas más críticas, en paritorios, me creí literalmente bendecida. Jesús Soler o Jesús 'Matrón', como es cariñosamente conocido, me procuró todo tipo de atenciones, incluso respondiendo a mis temerosas preguntas de primeriza e intentando que en aquella habitación no faltase ni el humor. Haciendo, sin duda, mucho más llevadera la vela.

A las cuatro de la mañana comenzaba el trabajo de parto. Me asistió una matrona con nombre de Virgen: Guadalupe de Alba y Vega. No sabiendo ella que desde hace algún tiempo tengo especial debilidad por esta representación de Nuestra Señora, con su manto lleno de estrellas. No creo que fuesen casualidades. El alumbramiento no fue fácil. El pequeño no quería salir y se escondía una y otra vez tras enseñar su pelo moreno a los presentes. Y cuando apareció su cabecita hubo que maniobrar para liberarlo del cordón. No olvidaré jamás la serenidad, la paz y la ternura en las palabras de aquella mujer, seria y contenida, pero tremendamente profesional y empática. Y así se lo hice saber a ella y al todo el equipo. De forma un poco cómica, el 'Hombre del Renacimiento' siempre relata que mientras otras mujeres gritan toda clase de improperios, yo repetía, medio 'drogada' por la anestesia y por el fervor del momento, que jamás olvidaría sus caras y que les estaba tremendamente agradecida.

Pues hoy, cinco meses y pico después, cada vez que salgo al balcón también aplaudo por ellos. Por los que se enfrentan a lo excepcional pero también por aquellos que, incluso ahora, mantienen con su trabajo lo más ordinario: lo maravilloso de venir al mundo, pese al coronavirus.