Una nueva especie de coronavirus, denominada SARS CoV 2 emergió en un mercado de la ciudad china de Wuhan a mediados de diciembre de 2019, causando un brote de neumonías, ha dado lugar a una nueva enfermedad llamada COVID-19. El 80% de los casos afectados presentan fiebre, tos seca, cefalea, malestar general y una gran astenia, y un porcentaje importante pierden los sentidos del gusto y el olfato. El 20% desarrollan una neumonía que suele afectar a los dos pulmones, de los cuales un 5% evolucionan mal a un distrés respiratorio que precisa ingreso en unidades de cuidados intensivos para ventilación mecánica con una mortalidad que puede llegar al 50%.

Otro aspecto destacable de esta enfermedad es el enorme impacto social que ha tenido derivado de su tremenda capacidad para diseminarse por vía inhalatoria y contacto.

El contagio, se ha incrementado de forma exponencial con las grandes movilizaciones de personas relacionadas con empresas chinas, junto con el incremento notable del turismo y la facilidad para la realización de viajes internacionales e intercontinentales. Todos estos factores han posibilitado que en la actualidad casi 150 países se encuentren contagiados por dicho microorganismo, produciendo la mayor pandemia de la historia moderna de la humanidad.

El aluvión de casos que se ha producido en un corto espacio de tiempo, ha saturado el sistema sanitario español, no preparado ni diseñado para este tipo de eventos, particularmente las UCIs, que no han podido atender a todos los pacientes que han necesitado ventilación mecánica.

La gestión de esta crisis no ha sido la mejor por las autoridades sanitarias competentes, como demuestra que nuestro país sea uno de los más afectados y con una elevada mortalidad. En primer lugar, no se le prestó la suficiente atención y se infravaloró lo que sucedió en China y más recientemente en nuestra vecina Italia. Se permitieron eventos con grandes concentraciones de personas que favorecieron la diseminación masiva de la enfermedad que permaneció oculta durante una o dos semanas. Después, empezaron a llegar enfermos de forma masiva a los hospitales y los médicos inicialmente no disponíamos de la PCR para hacer el diagnóstico por falta de previsión. Había que solicitarla a un laboratorio central donde personal sin preparación clínica suficiente ni conocimiento del paciente tomaba una decisión basada en un informe básico. La respuesta siempre era tardía, al menos un día si no más. Pero este no ha sido el principal problema. Los sanitarios, desbordados por los pacientes, aún no disponemos de equipos de protección individual (EPI) para protegernos y poder seguir con nuestra labor. Esta falta de previsión de nuestras autoridades sanitarias ha llevado a que en España se haya dado el mayor número de sanitarios afectados.

El COVID-19 se está cebando especialmente en nuestros ancianos y está acabando con una generación entera. Ancianos que muchos de ellos tenían buena calidad de vida y que este maldito virus les ha segado la vida, entre otras cosas por la limitación que se ha hecho de la ventilación mecánica ante la falta de recursos.

Los sanitarios no queremos ser héroes, solamente pretendemos atender a nuestros pacientes con los medios adecuados como cualquier otro profesional. Afortunadamente, la crisis parece que tiende a remitir, pero si hubiéramos sido previsores y las medidas de confinamiento se hubieran tomado antes, como en otros países, las consecuencias serían hoy diferentes.

No sabemos cómo va a evolucionar el virus y cuándo vamos a poder disponer de una vacuna eficaz, pero sí que nos va a cambiar la vida.

El sistema sanitario y nuestras autoridades tienen que reflexionar sobre lo ocurrido para evitar la falta de previsión y la improvisación que tan malas consecuencias ha tenido en la población española.