La costumbre de mirar por la ventana se está convirtiendo en España en un oficio de confidencias y denuncias. Si no estuviésemos en la miseria económica estoy seguro de que el Gobierno pagaría por los servicios prestados. Nos convertiríamos en burócratas y espías. Vecinos ejemplares, como señalaba Soto Ivars en su artículo El soviet del balcón para El Confidencial, el 26 de marzo.

Yo mismo me he descubierto con un café en la mano, medio oculto tras las cortinas, apuntando con el dedo a ese señor que camina sin bolsas en las manos o sin correa para el perro. Me han invadido preguntas sofisticadas que denotan un nivel de compromiso casi stalinista: «A esta hora no están abiertas las tiendas; lo he visto ya pasearse dos veces esta semana; agudiza el oído, cariño, a ver si lo desenmascaramos. ¿Está haciendo planes para el verano? Pobre iluso».

Como tiendo a llevármelo todo al terreno literario, no dejo de pensar estos días en aquellos escritores y artistas que en la Unión Soviética vivían recluidos en sus apartamentos esperando la hora decisiva para ser detenidos. Su crimen no importaba. En la mayoría de las ocasiones no existía. Bastaba con una mala mirada. Una caligrafía mejorable en una carta al amado líder. Un minuto menos de aplauso en un discurso. Una ausencia en el palco de la Ópera el día en que se representaba la obra favorita de Stalin.

Todos ellos fueron desapareciendo de la faz de la tierra. Apenas una denuncia anónima: la del carpintero, la del dentista, la del lechero o la de la pobre viuda de ochenta años. Los vecinos se convirtieron de la noche a la mañana en espías al servicio de un Estado que devoraba cualquier duda en el sistema. Escritores como Bábel, Mandelshtam, Platonov, y Pasternak (que escribió El doctor Zivago) fueron deportados al gulag en Siberia o fusilados. A veces las dos cosas.

En muchas ocasiones, conscientes de que las paredes oían, debían hablar solamente cuando la cafetera avisaba, cuando tiraban de la cisterna del váter o cuando el perro ladraba. El caso de Bulgakov, autor de El maestro y Margarita (donde se intuye a Stalin de diablo) es paradigmático. Murió en la más absoluta soledad y censura. Como el de la poeta Ajmátova, que escribió tras la detención de su marido e hijo el poema Réquiem, que dice: «Nos vigilan estrellas de la muerte, e inocente y convulsa se estremecía Rusa...».

El saldo total fue estremecedor. Al I Congreso de Escritores celebrado en Moscú acudieron en 1934 más de 700. En el II Congreso, veinte años después, solamente quedaban cincuenta escritores vivos. El alma humana también es mezquina. Dale tiempo, una causa y un balcón y muchos se sorprenderían de lo que es capaz de hacer. De momento, mi vecino ya ha salido tres veces hoy a comprar el pan.