Hoy es uno de esos días de bajón. Sí, sí. También los hay. Quien esté libre de tenerlos que tire el primer exabrupto por WhatsApp. Pero de verdad, propio, sincero, no vale cualquier reenvío. La melancolía tiene lo suyo. La primera mirada por la ventana en el que divisas unas nubes colocadas en el cielo que esconden el sol, un tropiezo al levantarse, un corte en el dedo meñique al tratar de rebanar unas berenjenas para la comida de mediodía, un grito€ y una maldición: ¡Me cagüen la puta€! Tolerancia cero. Menudo día se me espera.

Nada funciona. El teléfono se bloquea, la videoconferencia con la gente del trabajo no sale como esperas porque el micrófono del portátil no se activa. El ordenador tarda una eternidad en la última actualización del Windows 10. Recibes por enésima vez el mismo vídeo, el mismo meme, el mismo corte de audio, la misma notificación. Sigues con estreñimiento y esas pastillas laxantes de la farmacia no valen para nada. Donde estén las semillas de lino que compras en tu herbolario de guardia, que se quiten los demás remedios. Pero, joder, los herbolarios no se consideran comercios de primera necesidad y están cerrados. Se acaban los kiwis, los cereales integrales y el muesli. Todo se pone en tu contra. En las videollamadas te ves sin afeitar y estás horrible. A tus interlocutoras también las ves muy mal, pero no les dices nada porque tú eres todo un caballero.

Estás cansado de escuchar los mismos mensajes, las mismas burradas. En la radio, salvo excepciones, los informativos se disputan en contarnos el número de infectados, el número de muertos, los porcentajes, las curvas, lo mal que está todo. Es verdad que también aparecen los gestos de solidaridad, las iniciativas ciudadanas y el sentido del humor, pero tú no los ves, no los quieres ver, porque hoy estás bañado de negatividad. Y encima tienes que recargar el frigorífico y la despensa, y te pones malo solo de pensar que debes de entrar en la jungla en la que se ha convertido la compra en el supermercado. Hay que poner la lavadora, tender la ropa y luego plancharla. Te tocan los ejercicios aeróbicos, mantener la casa limpia y aireada y encima ser buen compañero, padre, esposo y amigo.

Vale, ya está bien. Sí, sí. El mundo está contra ti. ¿Por qué has tardado tanto en darte cuenta? ¿Y ahora qué?

Pues resulta que esto tiene que ver con haber contemplado el monte esta mañana, nada más levantarte de la cama. Él está ahí, majestuoso, húmedo, generoso y siempre dispuesto a acoger a cualquier humano que quiera recorrer sus senderos, sus ramblas, sus collados, sus pendientes. Y te has percatado que es lo que más echas de menos en estos diecisiete días de encierro. Perderte por sus parajes, por sus rincones, sus pistas€ Solo o en compañía de tu sobrino Bruno, esa aleación de braco y bóxer que juega a esconder su palo para sorprenderte a cada paso que das. Esto es más sencillo de lo que parece, porque ya tienes claro que, incluso entre las paredes de tu casa, puedes adentrarte en él, mientras aguardas el día en el que puedas salir a las calles nuevamente, con muchas lecciones aprendidas y muchas otras a practicar. Todo lo que hasta ahora caía sobre tu cabeza no posee valor alguno. No te marches, monte. Sigue ahí. Cuídate tú también.