A mi amiga Julia le habría gustado que el confinamiento le sorprendiera en una cabaña en Sierra Espuña. A cambio, sola en la ciudad, se consuela con leer a Murakami con música de Gerry Mulligan de fondo. No es mala idea. Algún tipo de encierro forma parte del punto de partida de todas las novelas de Murakami, ya sea un agujero excavado en la tierra, una habitación, un desván o una cabaña en el bosque. Muchas de sus historias se sirven de la metáfora del pozo como un lugar oscuro que aprisiona mentalmente a los personajes a la vez que atesora un secreto con un irresistible poder de atracción.

«Lo que más miedo me da de estar encerrado en un lugar estrecho y oscuro -dice un personaje de La muerte del comendador- no es el hecho en sí de morir, sino de verme obligado a vivir en aquel lugar para siempre. Si uno da rienda suelta a sus pensamientos, el miedo acaba por ahogarle. Empiezas a pensar que las paredes se estrechan, que va a terminar por aplastarte. Para sobrevivir en un lugar así hay que vencer el miedo, vencerse a uno mismo».

Cercados por esa obsesión, la vida cotidiana se va envolviendo en sombras y hasta el objeto más insignificante reclama su papel en el misterio de la vida. La ropa, los discos, la cafetera, un viejo retrato, los vasos del whiskey… Todo se transforma bajo el hechizo de lo desconocido. Como si habitáramos en una novela de Murakami, poco a poco nos dejamos arrastrar hacia territorios donde se confunde la vida y el sueño, donde los límites entre la ficción y la realidad se desdibujan. Pero lo desconocido está dentro de uno mismo. Hijas, hermanas o esposas perdidas en el pasado. Padres que se alejan hacia el silencio y el olvido. Deseos ocultos. Miedos apartados bajo llave.

Se habla mucho estos días de la transformación que va a experimentar el mundo por la experiencia de la catástrofe. Nada volverá a ser igual, se dice, y los más optimistas se atreven a pronosticar que seremos mejores como sociedad. Yo no creo en las transformaciones colectivas, pero sí en las individuales. Por eso leemos a Murakami, que nos encierra para perseguir posibilidades.

Como él dice, todos vivimos en la jaula de ser solo uno mismo, pero podemos aventurarnos a ser diferentes, aunque sea soñando despiertos. Y sin salir de casa.