Hay un grupo sociológico de especial relevancia estos días que merece nuestro aplauso diario en el balcón, y pese a ello está pasando horripilantemente inadvertido en nuestras vidas.

Si hay alguien que está haciendo un esfuerzo ingente en esta pandemia son los voceros del Gobierno. Un grupo heterogéneo compuesto por miembros actuales del mismo y pelotas sin sueldo aspirando a tenerlo. Desde militantes de base creyentes de fe en la causa hasta periodistas que sueñan con un Alto Comisionado de Políticas Palanca (les juro que en el organigrama ministerial del vicepresidente Pablo Iglesias hay un puesto con tal denominación). Estómagos agradecidos y radicales de la causa por interés propio o por religión política. En cualquier caso, irracionales.

En España mueren ochocientas personas al día por coronavirus. Probablemente muchas de ellas sean mayores y su esperanza de vida se haya acortado cinco o diez años. Y qué. Si una negligencia del Gobierno ha acortado la vida de un ciudadano, aunque sea dos minutos, es nuestra obligación exigir responsabilidades para que no dispongan de nuestro futuro ni medio segundo más.

En la batalla por la operatividad hay dos tesis. Una de ellas considera que para salvar más vidas hay que ser constructivo con el Gobierno, ahorrar críticas y proponer soluciones con la esperanza de que tarde o temprano sean tenidas en cuenta. La otra tesis sostiene que tenemos un Ejecutivo de irresponsables que actúa a la desesperada en una huida hacia adelante y, por tanto, lo razonable es, en ese caso, tratar de ponerles frente al espejo de su inoperancia para facilitar la transición hacia alguien con una capacidad medianamente contrastada para solventar la situación.

Ambas propuestas tienen evidentes problemas de fondo. La primera es quizás la responsable en términos cívicos, pero para que tenga éxito necesita que la responsabilidad sea compartida: es decir, que el Gobierno entienda que comete errores que deben ser enmendados y que la oposición puede ser una fuente de acceso a puntos de vista o propuestas que ayudarían a mejorar la situación. Eso es imposible de pedir al Gobierno de gestos que sufrimos.

La segunda adolece de cuestiones igualmente básicas. En primer lugar, desgastar al Ejecutivo sólo tiene sentido cuando hay una clara alternativa dispuesta a sucederle. Habida cuenta de que el liderazgo de la oposición lo están ejerciendo alcaldes y presidentes autonómicos, difícilmente se vislumbra un líder nacional con capacidad para ser el recambio.

En condiciones normales a nadie se le escapa que la solución sería la vía intermedia: denunciar las irresponsabilidades y plantear alternativas.

Pero aquí entran en juego los 'héroes' que más preocupan al Gobierno: sus blanqueadores. Los que a pesar del desastre siguen fieles a la narrativa monclovita con el único objetivo de mostrarse lo suficientemente acríticos como para formar parte de la maquinaria gubernamental. La dignidad al servicio del marketing que oculte la realidad. Los que descalifican a cualquiera que critique (y, por lo tanto, potencie la autocrítica), y los que jalean los errores como si fueran aciertos intencionados.

Mi agradecimiento carente de total sinceridad a los portavoces oficiosos del Gobierno: por vuestra culpa estamos como estamos. Ya nos explicaréis cómo os compensan.