La Comunidad autónoma no puede pagar en plazo a sus proveedores, de modo que tuvo que venir el Gobierno central a hacerse cargo. Esa era la situación inmediatamente anterior a la crisis del coronavirus. En el entreacto, la consejería de Hacienda, en manos del PP, elaboró, no sin roces internos con la parte del Ejecutivo que protagoniza Cs, un proyecto de Presupuestos para 2020 de características claramente expansivas, es decir, que prometía gastar lo que no tiene e ingresar lo que es improbable.

Unos Presupuestos que debían haber sido presentados en septiembre de 2019 y que, a pesar de la mayoría absoluta del tripartito PP-Cs-Vox, a fecha de 1 de abril del año de su ejercicio están sin aprobar, y lo que te rondaré a la vista de la paralización de la actividad parlamentaria presencial, cuyo reglamento no contempla la alternativa telemática.

Pero, en cualquier caso, da igual, pues ese proyecto presupuestario, que de partida no atendía a la Región real, ahora es más papel mojado que nunca, pues el solar en que va a quedar la actividad productiva y los índices de empleo a consecuencia de la crisis sanitaria, establece un insólito mapa de prioridades que no contemplaba ni la peor de las pesadillas. Tocan unos Presupuestos de emergencia para los que, como en la crisis sanitaria todavía en proceso emergente, no hay respiradores económicos, trajes protectores ni mascarillas financieras.

El soporte presupuestario real de la Comunidad para afrontar la crisis es menos que cero, pues los Gobiernos del PP han venido inflando la deuda, sin resultados de eficiencia que lo justifiquen, por encima de lo razonable en cualquier manual básico de gestión económica. Ni siquiera el pretexto político de la infrafinanciación autonómica sirve en este caso, pues el modelo actual permanece intacto desde las largas legislaturas de Rajoy. Es decir, no hay enemigo externo al que trasladar el desfase; el enemigo es, en realidad, interno, más que interno, íntimo, pues se localiza en la propia trayectoria de un Gobierno regional que solo se muestra reivindicativo a la postre, cuando en la Moncloa reside el partido adversario.

Cuando la pandemia se extendió hasta la Región pudimos proclamar que, a pesar de que los murcianos estábamos tan al pairo como el resto del país, podíamos dar un voto de confianza al consejero de Sanidad, Manuel Villegas, precisamente por su profesionalidad acreditada y un prestigio que no precisaba de galones políticos.

Pero el capítulo resultante de esta tragedia, la crisis económica subsiguiente, requiere de una prevención que redobla la alarma. El equipo económico de este Gobierno está equipado de licenciaturas universitarias diversas, pero de nula experiencia en la empresa privada, tanto en el papel de empleados como de gestores, empezando por el propio presidente. Es decir, estamos en manos de amateurs a los que se les viene encima el diluvio universal, y hasta ahora solo les hemos escuchado hacer de quejicas.

Para empezar, a la vista de la avalancha de Ertes que está cayendo sobre la Región, ni siquiera han tenido el gesto de empezar a elaborar un plan de disminución del gasto público 'no esencial', de anunciar una reducción voluntaria de sueldos siguiendo el ejemplo de la alcaldesa de Fortuna, Finabel Martínez, de Cs. En plena crisis sanitaria, la Segunda Autoridad de la Región, Alberto Castillo, ha salido a redes sociales para consolar a los pregoneros de las celebraciones de Semana Santa y aconsejar a los Cabildos que el año próximo mantengan a los elegidos para el actual (José Mota, díselo).

La cosa empezó con López Miras exigiendo a Pedro Sánchez que parara el país, y cuando esto ocurre, el murciano se lamenta de las consecuencias para los empresarios. Y encima, desde Génova amenazan con no aprobar esa decisión. La política de una cosa y su contraria. Sin recursos económicos, sin ejemplaridad para el sacrificio y, sobre todo, sin capacidades a la vista.

Estamos listos.