Son las ocho de la tarde-noche. Con puntualidad germánica la calle parece cobrar una vida especial y los aplausos suenan desde todos los balcones y terrazas. E invariablemente, la gente se saluda de un balcón a otro. Gente con la que nunca habías hablado, a la que no conoces, a la que solo habías visto entrar en su portal alguna vez, y que hoy te sonríe y levanta su brazo para mover su mano en afectuoso saludo. Y suena la música en un balcón, alguien ha puesto In De Ghetto, de Elvis Presley, y aparte de traer a tu mente momentos de tu vida, contemplas a una pareja ya entrada en años, en el balcón de enfrente, bailando, apretados y sintiendo la música hasta lo mas hondo. Y no resistes la tentación de mostrarles que te hace feliz que alguien continúe bailando así, y te miran con una mezcla de asombro y de agradecimiento, y te dan las gracias, y tú te preguntas cómo es posible que te hayas atrevido a decirles eso.

Pero es esto lo que está ocurriendo estos días en todas las calles de este país, donde la solidaridad, en distintas formas, parece haberse acrecentado entre los vecinos, porque como dice Jorge Valdano, «los aplausos se mudaron de los estadios a los balcones».

Ya sé, dicen que lo que estamos viviendo no servirá para hacernos mejores, pero yo pienso que cuando esto pase quedará algo distinto en nosotros. Sí, sentiremos que somos mejores, y seguramente a la mayoría de ciudadanos les sirva para valorar las cosas que realmente tienen importancia, como la vida, que al parecer solo la sabemos estimar en momentos como el que estamos viviendo.

Pero me temo que poco más, porque los políticos no han olvidado las miserias y continúan comportándose como siempre, con falta de generosidad, con declaraciones huecas buscando el beneficio propio, la rentabilidad electoral. Y si al señor Torra le era beneficioso hablar de aislar Cataluña, como si el peligro del coronavirus solo afectara a ellos, y pregona a quienes quieran escucharle (que, por desgracia, son más de los que nos gustaría) que el Gobierno central les impide actuar como ellos harían, el Gobierno de Madrid continúa con la misma cantinela y hasta los vascos, que parecía que actuaban con sentido de Estado (ellos presumen mucho de esto, incluso cuando ETA asesinaba y Arzalluz decía aquello de «otros mueven el árbol y nosotros cogemos las nueces»), ahora, cuando les toca cerrar la industria porque el coronavirus continúa imparable, ya han comenzado a no estar tan de acuerdo con el Gobierno central. Porque, miren, eso les toca de cerca, y no es plan de que su industria se venga abajo. Y sí, es preocupante, para ellos y para todos, porque ganar unos mercados no es fácil y si se pierden por falta de producción será muy difícil recuperarlos, pero ahora de lo que se está hablando es de parar, como sea, esta pandemia que nos ataca.

Como nos ataca en lo más profundo de nuestro sentir europeísta el comportamiento que están teniendo algunos líderes europeos al debatir las medidas económicas que se deberían tomar para contrarrestar los devastadores efectos del Covid-19. Pero, como siempre, los puntos de vista son divergentes y España y otros países se están dando de bruces con la cerrazón de Alemania y Holanda que, en un ejercicio insoportable de insolidaridad, se oponen a hacer posible la puesta en marcha de un instrumento de deuda común, o eurobonos, para afrontar la situación. La situación es tan grave que Jacques Delors, expresidente de la Comisión Europea y una de las figuras más destacadas en la historia de la construcción europea, a sus 95 años ha roto su silencio para decir que «el clima que parece reinar entre los jefes de Estado y de Gobierno y la falta de solidaridad europea representan un peligro mortal para la UE».

Sí, hay distintas maneras de enfrentarse a esto, y me temo que no ganará la mejor, la de la solidaridad y la de la esperanza, porque la del egoísmo está al acecho.