Poco se ha reparado en el hecho de que dos países de la eurozona, Italia y España, estén recibiendo, a cuenta del drama sanitario que vivimos, ayuda en equipos y personal de un país, China, cuya renta per cápita no llega ni a la mitad de la de aquéllos, aunque se trate, indudablemente, de una gran potencia tecnológica y comercial. La explicación reside en lo que Thomas Piketty, el economista francés autor de Capital e ideología, denomina capital público. Éste estaría formado por el conjunto de sectores de la Administración, inmuebles, empresas y activos financieros en manos del Estado, deduciendo de todo este valor la deuda pública en manos privadas.

Pues bien, el capital público de China en relación al capital nacional total es de un 30%, según Piketty, mientras que el capital público de los países de Europa Occidental es casi nulo, incluso negativo. Particularmente en países como España, que a unos recortes y privatizaciones descomunales suman una deuda pública más que considerable. En definitiva, la rebaja del gasto sanitario (para el caso que nos ocupa), acompañada de la expansión de la sanidad privada, unida a una reducción de impuestos que obliga a las Administraciones a endeudarse para funcionar, determinan que un país muy desarrollado sea, paradójicamente, incapaz de articular una respuesta organizada y eficaz desde el Estado ante una situación catastrófica. Sencillamente porque falta Estado y sobra liberalismo.

El propio Piketty, en la obra citada, parece anticipar lo que estamos viviendo cuando asegura que «el capital público nulo o negativo reduce el margen de actuación de los Gobiernos a la hora de afrontar retos de envergadura, como el cambio climático o la desigualdad'». A un paso de profetizar la debacle en términos de salud pública y economía que sufrimos y sufriremos en los próximos meses.

Quizá por ello estemos asistiendo en estos momentos a un brusco cambio de paradigma, casi a una revolución en términos económicos y sociales. De repente, la UE ha mandado a paseo los criterios de déficit y deuda, y todos los países anuncian cantidades billonarias para reactivar la economía, con atención especial, en casos como el de nuestro Gobierno, a los trabajadores y sectores más vulnerables. Incluso Guindos, el que fuera ministro del PP y ahora vicepresidente del BCE, pide una renta básica (eso sí, temporal) para quienes se queden sin nada en esta crisis. Se llega a proponer, por parte de algunos Gobiernos de derecha, hasta la nacionalización de empresas.

Esa es la actitud generalizada, pero con una excepción: la derecha y ultraderecha españolas. Éstas, ancladas a una ideología ultraliberal y profundamente reaccionaria, conmocionadas ante esa modificación de la orientación de la política económica que se vive en casi todo Occidente, tan sólo amagan a balbucear una petición de bajada de impuestos a las rentas más altas, enrocadas como están en un pasado que acaba de deslizarse hacia las alcantarillas para desembocar en el vertedero de la historia. Incapaces de entender que el virus ha contagiado mortalmente al neoliberalismo, su desconcierto les lleva a inyectar dosis ingentes de odio hacia la izquierda gobernante, a la que acusan poco menos que de estar en el origen de la pandemia con la exhibición de fuerza feminista del 8 de Marzo.

Quizá teman el día después, cuando una vez pasado todo esto, se les recuerde que hubo un tiempo, no hace mucho, en el que los Gobiernos de la derecha salvaron a los bancos y condenaron a la gente, recortando la sanidad pública y entregando parte de esta joya de la corona a sus empresas amigas, ésas que luego financiaban sus campañas electorales. Y que por eso, ante esta hecatombe sanitaria, faltan camas, médicos y equipos. Sólo en Madrid, epicentro del desastre, a la sanidad pública la faltan 1.600 millones de euros anuales para estar al nivel del gasto sanitario per cápita promedio de las Comunidades autónomas.

Muchas explicaciones tendrán que dar quienes desmantelaron lo público para favorecer el negocio privado de unos pocos.

Porque su tiempo se ha acabado.