Publicaba El Roto el otro día una viñeta en la que se veía a un hombre de espaldas caminar hacia la avioneta que le estaba esperando cargado con una cartera en una mano y la esfera erizada de púas del Covid-19 en la otra. La leyenda que la acompañaba («La bolsa o la vida») creo que resume perfectamente la situación, la terrible disyuntiva en que se encuentran los gobernantes de los países que sufren en mayor o menor grado la nueva pandemia.

Algunos, como el vicegobernador del Estado norteamericano de Texas, parecen no albergar dudas: muchos ancianos estarían dispuestos, como dice estar él mismo, a morir si hace falta con tal de salvar al país. ¡Sacrifiquemos, pues, a los jubilados, que ya no producen y sólo generan gasto, en el altar de la economía!

También el presidente de EE UU y ex magnate del sector inmobiliario, Donald Trump, se muestra cada vez más impaciente por poner de nuevo en marcha al país, caiga quien caiga, porque el desempleo, que se ha disparado allí, le perjudica claramente ante las próximas elecciones.

Habla Trump en sus continuas ruedas de prensa, mientras algunos de los científicos que le acompañan parecen poner ojos de plato, de que le gustaría ver llenas las iglesias en las próximas Pascuas. Ya sabemos la importancia que tienen las religiones en aquel país de gente armada.

Mientras tanto, aquí, en el Viejo Continente, algunos gobernantes, sobre todo los de la Europa central y del Norte (Holanda, Alemania, Austria, Finlandia) no lo expresan con la misma crudeza, pero sus decisiones conducen, por desgracia, a lo mismo. ¿Cómo interpretar, si no, su insistente negativa a aceptar el plan Marshall que propone España para ayudar a recuperar la normalidad social y económica una vez superada la pandemia o los llamados coronabonos, también reclaman los países del Sur de Europa?

Los coronabonos exigirían mutualizar la deuda y permitirían a los países en dificultades económicas como consecuencia de la pandemia gastar lo necesario para su recuperación económica sin que cayese su prima de riesgo porque aquélla estaría garantizada por todos. Pero Alemania y otros países de la Europa más rica temen que ese mecanismo pudiese convertirse en permanente y animase a los del Sur a caer otra vez en los excesos de gasto que aquéllos siempre les han reprochado.

Parece que están decididos a tratar la pandemia, de la que todos, los del Norte y los del Sur, somos igualmente víctimas, como la crisis del 2008/09, que sí tuvo como responsable al sector financiero, al que se optó por rescatar entonces generosamente sin que importaran las consecuencias para la inmensa mayoría de los ciudadanos.

De aquellos polvos (recortes de los servicios públicos, privatizaciones con el pretexto de reducir el endeudamiento, según el plan de estabilidad y crecimiento) han venido todos los lodos: escandaloso aumento de las desigualdades, precariedad laboral, degradación de los servicios nacionales de salud, reducción del porcentaje del PIB dedicado a enseñanza y a investigación...

Los países de la Europa del Norte, cuyas economías exportadoras, como la alemana o la holandesa, tanto se han beneficiado de la moneda común, siguen desconfiando de las alegres pero descerebradas cigarras del Sur, a las que tratan de disciplinar para que se transformen como ellos en laboriosas y ahorradoras hormigas.

Pero con su insolidario comportamiento están esos países jugando con fuego, poniendo en peligro lo que tratan de defender. El regreso a los egoísmos nacionales puede ser el fin del proyecto europeo. De continuar así las cosas, el Brexit dejará, por desgracia, de ser algo aislado. ¡Tomen todos nota!