Ana, mi vecina del bajo, apenas ha podido disfrutar del salvaescaleras que hemos instalado en la puerta del edificio. Su empeño, como una gota malaya, es el que nos ha llevado varios meses a la comunidad de vecinos a sustituir el que había instalado la constructora hace quince años y que apenas funcionó alguna vez. Ana está recluida en su casa, con su andador y con su Paco. Apenas se relaciona con una amiga que vive en el primero y está atendida por sus hijos, quienes están pendiente por si necesita algo de la tienda o la farmacia.

Pepe y Paquita, que viven en su casa de toda la vida en el callejón de nuestro bloque, ya no tienen la puerta abierta a cualquier hora del día como pasaba hasta ahora. Es verdad que hubo una excepción a causa de la visita inesperada de una descuidera, que, aprovechándose de su generosidad, entró a plena luz del día a la vivienda y les robó unas joyas. Paquita tiene las defensas bajas por un tratamiento con quimio, y Pepe, de vez en cuando, tiene que conectarse a su bomba de oxígeno. El tabaco, que empezó a consumir desde que tuvo uso de razón hasta hace unos años, le pasa ahora factura. Pero cuando bajamos a tirar la basura les tocamos el timbre y a gritos sabemos cómo se encuentran.

Con Jokin, que habita un piso en el edificio donde está el consultorio médico del pueblo, hablamos casi todos los días por teléfono. Cuando le preguntamos cómo está nos responde inmediatamente: «¡Vivo!». Y yo le digo: «Pues sí, lo estoy comprobando en estos momentos». Es una contestación que nos viene dando desde mucho antes de este confinamiento, porque a mi entender (y cuando lea esto quizá no le siente muy bien) se rebela contra su edad, contra su situación, de la que es plenamente consciente porque arrastra problemas de salud que gestiona con valentía. A punto de cumplir los 80 (bueno, en julio hará los 79) se siente vivo, de verdad, con fuerza y energía suficientes para conservar ese punto de picardía, de niño travieso, que le ha debido de caracterizar desde su infancia. Hablamos de política, de periodismo, de espiritualidad y me siento orgulloso de que haya aparecido en nuestra vida.

Tres días antes de enclaustrarnos en casa acompañé a mi suegra y a mi tía Pepa, que ocupa una habitación de la Residencia de Mayores de San Basilio, a visitar a la única hermana que les queda con vida: la María. Ésta dejó de estar hace ya tiempo en el presente y volvió a su niñez. La veíamos a menudo en el Mercadona, siempre sonriendo y cantando, dando por supuesto que sabía quién eres cuando la saludábamos. Las tres hermanas parecían las tres Gracias, con tres conversaciones inconexas de las que no resultaba difícil imaginar cuánta vida acumulada había en ellas. Cuántas historias, cuántos berrinches y peleas, cuántos enfados y cuántas reconciliaciones.

Esta es la vida que se acumula en las experiencias de nuestros mayores, de nuestros viejos. En ese capital atesorado de conocimientos, prácticas, aciertos y desengaños, pruebas, caídas y vueltas a empezar. Son los recuerdos de nuestras madres, de nuestros padres, de nuestros ancianos, de las abuelas con sonrisas cómplices, de los abuelos que no tuvimos pero que vemos ahora en la relación que mantienen con nuestros hijos. Por todos ellos, por todas ellas, vivimos ahora con preocupación que la pandemia se cebe especialmente entre nuestros longevos antepasados, sobre todo quienes habitan en esas residencias que no han sabido (o no han podido) protegerlos como se merecen.

De ahí que las llamadas de teléfono, las atenciones, las compras, el cuidado? aunque a distancia, sean esos besos que un día les dimos y que otros, esperemos cercanos, nos permitirán el reencuentro con ellos. Os queremos.