De nuestro corresponsal en Venecia,

el señor Johannes Meissner .

Es con gran pesar que confirmo a nuestros lectores de Viena y a nuestros suscriptores en el extranjero que el cuerpo hallado en una zona de baño en Venecia se corresponde al célebre escritor Gustav von Aschenbach. Sentado sobre una tumbona de playa, todo parece indicar que el gran artista falleció a causa de la epidemia de cólera que actualmente azota Venecia, perla de la Italia unida y en estos días tan bella como desgraciada. Nuestros lectores han de saber que las autoridades municipales han estado ocultando el verdadero alcance de la peste, no tomando las medidas necesarias para controlar la situación a tiempo. Un auténtico muro de silencio, miedo e ignorancia se ha levantado entre la verdad y los habitantes de la Serenísima; una red de mentiras para evitar, inútilmente, una desbanda de los numerosos extranjeros que desde todos los lugares del mundo civilizado acuden a esta ciudad que condensa en su imagen la historia completa de la humanidad.

El cuerpo inerte fue descubierto por unos muchachos polacos naturales de Posan que disfrutaban del baño con sus familias el mismo día en que abandonaban su alojamiento para volver a casa por el temor a la plaga y que compartían el mismo hotel que el escritor fallecido. Aunque apenas lo conocían de vista le han asegurado a este corresponsal que el señor Aschenbach era un hombre delicioso en sus formas y maneras, muy respetuoso con la familia polaca y especialmente atento y considerado con los niños para quienes siempre tenía una mirada penetrante como de admiración y felicidad, de goce en la contemplación.

Quien conozca la obra de tan formidable artista sabrá admirar el intento permanente de alcanzar la belleza y la perfección de la forma bajo el imperio absoluto de la idea.

Estoy convencido, amables lectores, que nuestro llorado maestro veía en estos niños un cuaderno abierto cuyas hojas en blanco aún se encontraban por escribir. Porque para Aschenbach, gran admirador de Platón, el niño está aún cercano al origen del cual procede, próximo todavía a ese lugar donde habitan las almas en contemplación imperturbable del bien absoluto. Por ello, cuando vienen a la tierra con su rostro puro, dulce, de finas líneas, parecen no haber olvidado aún la visión de tanta bondad. El artista en su busca incansable de la verdad y de la belleza, emanadas de la bondad suprema, encuentra en el alma infantil todavía a un testigo fiel, a un antiguo habitante de ese mundo elevado cuando comienza ahora su peregrinación por la tierra.

Nuestro desgraciado escritor murió mirando hacia la playa. Casualmente un ilustre fotógrafo francés que estaba pasando allí sus vacaciones, monsieur du Hauron, se encontraba en las inmediaciones y acababa de montar el trípode de su cámara modelo Charles Mendel. Sin pensárselo dos veces, hizo una fotografía del señor Aschenbach rodeado de las primeras que personas que acudieron a saber qué sucedía al desdichado. Al ver la placa revelada hube de alabar la pericia del artífice. ¿Era acaso un nuevo Cristo yacente lo que veía ante mí? El gesto sosegado y de paz del difunto, que todavía miraba a la playa, contrastaba con las gotas de sudor que habían caído por la palidez de su rostro mezclándose con el tinte capilar de suerte que parecía tener la frente rodeada por una corona de espinas. La diestra extendida parecía señalar hacia su recado de escribir, su desgastado portafolios de cuero color cognac del cual se había deslizado a la arena de la playa una bella estilográfica italiana Montegrappa con adornos de oro y plata. Ambos objetos quedaban ahora abandonados igual que la espada y el estandarte de un soldado caído. Alrededor del escritor, y como si se quisiera dejar aún espacio para respirar, había una serie de miradas asombradas, compasivas, que se dirigían todavía a él; pero al mismo tiempo, un gesto de miedo y de indescriptible terror era visible en otros individuos. Los rostros singulares y expresivos recordaban a la pintura más clásica. El traje blanco del artista pudiera hacer las veces de sudario. Sin duda pensaban ya que el distinguido visitante no había sufrido un repentino malestar por el sirocco sino que era víctima de la epidemia de cólera que golpeaba la ciudad. Monsieur du Hauron lamentó que los periódicos locales no le hubieran permitido editar tan bella fotografía de un escritor muerto cuando contemplaba el mar. En la Serenísima las publicaciones están sometidas ahora a un celoso escrutinio.

Actualmente casi nadie sale a comprar un periódico, los negocios se han vaciado y los viajeros abandonan la ciudad mientras las autoridades han tomado el control riguroso y férreo de las vías de comunicación y de las instalaciones. Salir a la calle es solo posible entre las medidas de seguridad más restrictivas que ha visto jamás este corresponsal. La Serenísima Venecia es ahora un museo sin visitantes, una ciudad encantada cuyos canales y accesos vacíos de gente hacen pesar que todos sus habitantes hubieran caído bajo el hechizo del sueño o quizá hubiesen muerto en sus casas. El día que el señor Aschenbach falleció un mundo entero desapareció con él.