Bien conocida es la expresión ‘miedo escénico’, esa especie de parálisis mental y verbal que impide a algunas personas desarrollar cuanto han de exponer ante un público que les escucha, un tribunal que les examina o unos feligreses que aguardan el adoctrinamiento.

Cuántos opositores, políticos o incluso algunos sacerdotes, han visto fracasadas sus expectativas de aprobar, de ganar adeptos o de llegar a obispos al verse atacados por ese síndrome cuando han de dar la cara en el momento definitivo, cuando se lo juegan todo a una carta. Qué difícil es combatir esa situación y qué consecuencias negativas origina para quienes la padecen, pues de nada servirán ya los años estudiando o las horas preparándose una conferencia o una homilía.

Pero la vida es contradictoria y, junto a eso, a veces se produce un auténtico placer cuando un adicto a algo se encuentra en un templo de esa actividad o de ese arte. Me refiero a la enorme sensación de agrado que acarrea asistir a un espectáculo en un lugar privilegiado. Ocurre respecto de un estadio de fútbol, de un coso taurino o, muy especialmente, de un teatro. A cualquier aficionado al deporte rey (yo les llamo peloteros) le impresionará contemplar un partido en el Bernabéu, en el Cam Nou o en un estadio olímpico, de modo que con estar allí ya basta.

Igualmente, qué amante de los toros dejaría pasar una buena corrida en la Plaza de Las Ventas o en la Real Maestranza de Caballería. Con solo asistir daría por bien empleado su tiempo y su dinero, independientemente del resultado de la lidia.

Pues bien, esa sensación se convierte en sublime cuando un aficionado a la ópera acude a un gran teatro del género. Sentarse en la Escala de Milán, en la Opera de Nueva York, en el Real, en el Liceu , en el Campoamor, o, por qué no, en el Romea, nada más eso, ocupar un asiento en uno de estos teatros, colma las ilusiones de cualquier entusiasta del mayor de los espectáculos que la voz humana, mezclada con la música y la escenificación, pueden ofrecer.

Nunca olvidaré esa sensación vivida por mí en la Arena de Verona presenciando un Nabuco en el que actuaba como barítono el gran Plácido Domingo.

Todo esto viene a cuento de las posibilidades que tienen el hombre y la mujer de ser felices con poco, con algunos ratos rendidos a aquello que más les satisface.

Y esta posibilidad se incrementa enormemente cuando se aleja la juventud, pues esta espléndida etapa de la vida suele rellenarse con las tres principales, y primitivas, necesidades del ser humano, como de cualquier animal. Con razón cuenta nuestro romancero que «por dos cosas labora el ome, por yantar e por facer ayuntamiento con fembra placentera».

Además, la sabia naturaleza limita en la madurez tales impulsos, pues pasados los 68 o 70 años ha de comerse poco, beber menos y ya no está uno para muchas coyunta, por más que los nuevos fármacos ayuden un poco.

No debe cundir el desaliento, sino buscarse la nueva vida, cada cual de la forma que más le agrade. Y una de ellas puede ser acudir a la belleza, la que salvará al mundo, según acuñó Dostoyevski.

También dijo Einstein que la mente es como un paracaídas, solo funciona si la tenemos abierta. Abrirse a las artes y a las letras mantiene vivo el deseo, y quien desea, vive. Hay que combatir esa muerte civil que supone la jubilación con nuevos anhelos, y vivirlos con la misma intensidad que antes se atendió al trabajo.

Muchos años me quedan para que finalice mi vida laboral, pero ya trato de procurarme una dorada senectud provista de cuanto siempre me cautivó, por eso les exhorto a prepararse la nueva fase acudiendo a la cultura y a las bellas artes, tan asequibles en la actualidad con las nuevas tecnologías, aunque deba cambiarse el estadio, la plaza de toros o el teatro por el sofá de cada casa.

Eso contribuirá también a que en épocas de encierros obligados, como la actual por la pandemia que nos azota, no se asista al vergonzoso espectáculo de que la telebasura dispare sus índices de audiencia.