Murcia, 26 de marzo

Vuelvo a repasar la interpretación de Kevin Spacey en House and Cards y me hierve la sangre. El ascenso del congresista Frank Anderwood en las altas esferas del Capitolio es el vivo ejemplo de la manipulación y el abuso del poder, al precio que sea, y machando a quien sea.

Un camino en el que cuenta con la inestimable complicidad (cuando no impulso) de su esposa Claire y su fiel escudero Doug Stamper. Ya en la versión inglesa original de esta popular serie se atisbaban los mecanismos que existen a la hora de ejercer un liderazgo autoritario, pero quizá por aquello de la flema británica el desarrollo de los acontecimientos no provoca una tensión en el espectador tan elocuente como en las temporadas norteamericanas.

Ese mal cuerpo es el mismo que estoy sintiendo en este confinamiento cuando compruebo cómo está comportándose toda la derecha y la ultraderecha política, mediática y medio pensionista. Esto es, la actitud con la que siempre nos acompaña en los graves momentos que nos toquen vivir. Ya sea jugando al complot del 11-M, que les llevó erre que erre desde 2004 hasta las elecciones de 2008, o utilizando la lucha contra ETA, cuando llegaron al extremo de acusar al pobre José Luis Rodríguez Zapatero de haber traicionado a los muertos.

O justificando unos recortes sociales, laborales, sanitarios o educativos, porque habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Son miserables. Sin matices. Se comportan como si no tuvieran corazón. Como si se sintieran arrogados de una legitimidad que les viene no sé de dónde para creer que todo lo que no procede del sacrosanto lugar de su poder, no tiene razón de ser o existir.

Da igual que la crisis por el coronavirus estuviera en sus inicios. Leña al mono que es de goma. La culpa estuvo en las manifestaciones del 8-M. Los acontecimientos deportivos, políticos, culturales o religiosos de ese día o de la víspera no importan. Da igual que Pedro Sánchez compareciera por primera o segunda vez pidiendo esperanza y confianza al país. Ya estaba Pablo Casado al quite con su respuesta, dijera lo que dijera el presidente.

Y, además, denuncia al canto ante los tribunales. Nada importaba el día con más fallecidos en el país, en una sesión del Congreso de los Diputados, para volver a arremeter contra el Gobierno. Y a inundar los medios de comunicación afines y las redes sociales con informaciones, opiniones, vídeos y demás productos con un solo objetivo: volver a cuestionar la legitimidad del Gobierno. Porque este es en el fondo el centro del relato: la izquierda (o el centro izquierda, como prefieran) no tiene derecho de habernos quitado a nosotros, hombres y mujeres de honor y fe, el privilegio de ostentar el poder.

Hay excepciones, es verdad. Hay una mayoría callada. Pero lo grave del asunto es que una lucha por la hegemonía de la derecha se está jugando en un escenario de pandemia, de dolor, de desesperación, de temor, de incertidumbre y, sobre todo, de muerte. Y para ver quién ocupará a medio y largo y plazo ese espacio no hay derecho a ser tan miserables.

Errores los ha habido. Seguro. ¿Quién es infalible? ¿Acaso no nos equivocamos todos en algún momento de nuestra vida? Por su puesto que sí, pero eso no implica que algunos sean tan ruines como nos están demostrando estos días. Son miserables.