Desde que el sábado 14 de marzo se decretase el Estado de Alarma en España, más de 47 millones de personas estamos viviendo en un tiempo de espera. En estos días hemos sido testigos de cómo nuestro comportamiento, nuestro ánimo y nuestras certidumbres han ido cambiando. En un primer momento las redes y los medios de comunicación se llenaron de fotos de supermercados abarrotados y compras compulsivas por miedo al desabastecimiento. Luego comenzaron a circular memes sobre cómo estábamos viviendo el encierro y cómo matábamos el tiempo. De pronto, sin salir de casa, teníamos miles de actividades para hacer: visitar museos, escuchar conciertos, asistir a clases online y diversas actividades a nuestro alcance en un clic. Llegaron también los aplausos de las ocho, que se convirtieron en el rito cotidiano de quienes se sienten comunidad (imaginada, como diría Benedict Anderson) en la desgracia.

Conforme iban pasando los días, se nos pidió disciplina social y se nos encomendó ser soldados en esta 'guerra' contra el virus. Los expertos desplazaron a los tertulianos sabelotodo de la televisión y empezamos a saber más sobre epidemiología y prevención de contagios. Si con la crisis del 2008 aprendimos de economía, en esta será de ciencia. Test PCR, trajes de protección especial EPI o tiempos de duplicación de virus han pasado a formar parte de nuestro día a día, como en aquel año lo hiciera la prima de riesgo. El objetivo pasó a ser aplanar la curva, doblegarla. Pero este tiempo de espera se fue volviendo cada vez más complejo, a medida que los números de infectados y de muertos comenzaron a aumentar. La espera comenzó a mostrar su verdadera cara. La espera no es igual para todos. La espera es un proceso cargado de relaciones de poder y condicionado por la posición social.

La relación de los seres humanos con el tiempo ha estado muy presente en las ciencias sociales, sin embargo, la espera no ha merecido la misma atención que otras dinámicas de la temporalidad. A fines de los noventa, el sociólogo Pierre Bourdieu hacía referencia a la necesidad de analizar los comportamientos asociados al ejercicio del poder sobre el tiempo de los otros, tanto del lado de los que ostentan el poder (al tener la capacidad de posponer, diferir, demorar, despertar falsas expectativas, o, por el contrario, apurar, tomar por sorpresa), como del lado del paciente. La espera impacta en los sujetos que se convierten en pacientes y moldea sus subjetividades.

Javier Auyero, en su libro Pacientes del Estado, describe las dinámicas de la espera como dispositivos de disciplinamiento. Los mecanismos de la espera producen incertidumbre y arbitrariedad, y contribuyen a construir la idea de que no solo el tiempo de quien espera vale menos, sino que los propios sujetos que esperan valen menos. Desde este enfoque, la espera contribuye a construir sujetos sumisos y subordinados, cuyas vidas quedan en suspenso mientras esperan. La mirada sobre los tiempos de espera desde la perspectiva de la agencia, en cambio, es un tanto distinta. Sin negar las relaciones de poder que subyacen a las dinámicas de la espera, se concibe que estas también pueden generar procesos de re-agenciamiento. El tiempo de espera no es solo tiempo de pasividad y de inmovilidad, puede ser un tiempo 'cargado de acción'.

A estas alturas, todos deberíamos saber que en esta crisis el tiempo de espera está cargado de género, de edad, de clase, de ocupación, de situación administrativa en relación a la residencia y al trabajo. El 'mientras tanto', ese tiempo que pasamos intentado doblegar la curva, no es igual para todos. La espera no es igual para los familiares de las quince personas fallecidas en nuestra Región, ni para los casi setecientos contagiados, ni para sus contactos estrechos. No es igual para el personal médico y sanitario que debe ir a trabajar cada día sin los medios suficientes. En la Región de Murcia, cerca del 18% de los enfermos que han dado positivo son personal sanitario. El tiempo de espera no es igual para aquellas mujeres que sufren violencia machista y deben esperar bajo el mismo techo que su maltratador, ni para los ancianos y ancianas, cuyas imágenes y noticias sobre las residencias nos avergüenzan e interpelan como sociedad. Tampoco para aquellos trabajadores y trabajadoras de las 6.580 empresas que han presentado un ERTE y esperan poder recibir el subsidio pronto, ni para los trabajadores y trabajadoras del campo, para el personal de las empresas de alimentación, ni para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que saben que su trabajo es indispensable para el país en este momento. La dinámica de la espera es también distinta para los niños y niñas que no pueden salir al parque ni a jugar con sus amigos, y que deben seguir una enseñanza a distancia que no tiene en cuenta la desigualdad de recursos existentes en los hogares. Ni para aquellos que no tienen casa o que están esperando la resolución de expedientes atrasados de ayuda de emergencia.

Este tiempo de espera es tiempo de disciplinamiento, sí. Todos, o casi todos, hemos interiorizado la importancia de quedarnos en casa. Del cuidarnos para cuidar, pero también de que, entre todos, nos tenemos que cuidar. Si algo ha puesto en evidencia esta epidemia es la centralidad de los cuidados, no desde una perspectiva individual, sino colectiva. La sociedad que emerja de este tiempo de espera dependerá de nuestra capacidad de reagenciamiento colectivo, poniendo a las personas en el centro y no dejando a nadie atrás. Donde cuidemos también de lo común, de lo que es de todos, de lo público. De ello depende nuestra sociedad presente y futura. Una sociedad donde valga la pena, y a la vez, sea posible, vivir.