En su relato El amor es ciego, incluido en su libro El lobo-hombre (1970), el escritor francés Boris Vian diseña una distopía que se anticipa al Informe de la ceguera de Saramago (1995), pero en clave de humor.

En una ciudad desconocida comienza a extenderse una calina blanca que la va cubriendo poco a poco; una espesa neblina que impide ver todo lo que rodea a sus habitantes, incluso su propio cuerpo, pero que trae consigo unos efectos harto interesantes: desde que se instala la niebla lechosa, los vecinos de esa ciudad sufren de un inesperado e intenso deseo sexual exento de censura, un imperioso apetito sin culpa que les lleva a copular unos con otros, que les incita a buscar a quienes desearon antes de la calina, cuando podían ver a su alrededor, y entregarse a su lujuria desencadenada sin ningún tipo de cortapisas. Nadie escapa a esa epidemia de sensualidad, a esa sexualidad libre y promiscua, hasta el punto de que la experiencia les resulta tan placentera a todos que, cuando por fin la niebla se disipa, los ciudadanos de esa ciudad afortunada deciden quitarse los ojos.

La distopía de Boris Vian puede muy bien aplicarse al extraño momento que estamos viviendo.

Nos encontramos inmersos en una crisis que no habíamos conocido hasta ahora. El coronavirus ha sumido a Europa y al mundo entero en un régimen de contención que se opone completamente a la desmesura del capitalismo autofágico posfordista. Encerrados en nuestras casas, sin otro ocio que el que pueda proporcionarnos nuestro hogar, el consumo de bienes cae en picado y todos nos vemos abocados, de una manera u otra, a ese encontrarnos solos en una habitación. Una circunstancia que Pascal consideraba la más temida por los seres humanos, puesto que nos confronta con nuestra vida interior, nunca tan sólida como nuestro satisfecho yo público puede hacernos pensar que fuera; siempre más frágil, contradictoria y amenazante.

Sin embargo, como les sucede a los personajes de la distopía de Vian, la situación forzosa a la que la pandemia del coronavirus nos ha condenado nos proporciona algunos posibles beneficios. Además del descenso de las emisiones de CO2, tan favorable para el planeta, además de la reducción de los viajes y los desplazamientos o la solidaridad espontánea, la reclusión en casa puede acentuar la afición por la lectura y la conversación; podemos ordenar nuestras cosas, hablar por teléfono sin prisa con los amigos, ver películas, escribir un diario al modo del de Defoe, o contarnos cuentos como en el Decamerón. Pero, sobre todo, podemos aprender que es posible vivir sin actuar, sin el consumo desmesurado que hemos vinculado y hecho sinónimo de la felicidad y de una vida intensa; podemos comprobar que se puede vivir sin demasiadas cosas, tanto a nivel individual como colectivamente y, con suerte, disfrutar de esa temida habitación de Pascal y convertirla en un refugio; dejar vagar nuestros pensamientos y aburrirnos, que es, nos guste o no, el modo en que los niños solían desarrollar su imaginación y su subjetividad, mermadas ambas ahora por el abuso de las pantallas.

Aburrirse supone no sentir interés por el mundo exterior, retirarle nuestra energía y volverla un poco hacia el espacio interno; algo que hace mucho, seguramente, que no hacemos. La personalidad se fragua los domingos por la tarde es una afirmación que no carece de fundamento. Nos encontramos en un largo domingo por la tarde cuyo lunes no sabemos cuando llegará. Los hombres actúan erráticamente, afirmaba Pascal, «como si la posesión de las cosas que buscan pudiera hacerlos verdaderamente felices».

Nos encerramos, pues, para no propagar el virus y, quizás, como en el famoso relato de Boris Vian, en nuestra impuesta clausura podamos, por una vez, encontrarnos. Podamos, tal vez, revisar nuestros valores, priorizar algunos que habíamos relegado al último lugar, reorganizar nuestra vida hacia formas más austeras, dejando el consumo desaforado a un lado, volviendo a lo próximo, incrementando nuestra solidaridad. Colectiva e individualmente.

Quizás, después, cuando se disipe la niebla blanca y podamos salir a la calle, elijamos como los personajes del cuento sacarnos los ojos para comenzar a ver.