Cada vez que conocía a un hombre y se besaban tenía la sensación de que con aquel primer paso empezaba a perderlo. Va todo siempre tan rápido. Apenas le daba tiempo a sentir la emoción de ese primer beso, y menos aún de recordar la primera sonrisa. Hoy en día esas sensaciones vuelan. Por eso a ella le gustaba atesorarlas, porque enseguida pasaba todo y era como si nunca hubiera ocurrido. Empiezo a perderlo, pensaba en esos momentos. No con frustración o como una forma de fracaso anticipado, sino como una barricada necesaria e insuficiente contra los tiempos que corren.

Fue la cuarentena lo que les dio la oportunidad de prolongar esos primeros momentos. Aquella noche él se quedó a dormir en casa de ella, y al día siguiente el Gobierno anunció las medidas de confinamiento. No puedes volver a Madrid, le dijo ella. ¿Y qué hago entonces? preguntó él. Te puedes quedar aquí si quieres mientras se aclara el panorama. Intentó que no se le notara, pero sonreía. Y él también.

Durante las dos primeras semanas hicieron el amor sin besarse, manteniendo la distancia de seguridad. En los entreactos comprobaban el estado de sus familiares y amigos; del país, y del mundo. Pero aprovechaban sobre todo para contarse la vida el uno al otro y reconocer con las palabras lo que habían sentido antes con las manos, con la piel.

Poco a poco, los días dejaron de ir hacia adelante y volvían sobre sí mismos, cada vez más parecidos. Dormir, comer, amar. Empezaban a vivir en círculos, a presentir el tiempo de los gatos. No podían salir, no podían ir de bares, a la playa, ni a ningún otro sitio; eran conscientes de lo que no podían hacer. Pero sentían con mucha más fuerza aún todo aquello que la cuarentena les estaba regalando. El uno al otro, el amor, el tiempo, la carne. Y ya se besaban.

Como para todos los enamorados, el mundo latía con ellos. Las calles de la ciudad y las plazas brillaban vacías, renacidas, como a estrenar. Al igual que los paisajes naturales que veían por televisión; límpidos, sin huella, liberados del peso de la humanidad. En todas las ciudades el aire había empezado a ser más puro, la gente vivía lo que vivía el otro, y una tarde escucharon, como si de uno más de sus preliminares eróticos se tratara, que podían verse peces nadar sinuosos por los canales de agua, ahora cristalina, de Venecia.

Había gente nerviosa, claro, y se anunciaban pérdidas, y penurias, y muertes. Pero todo eso era en el otro tiempo, en el acelerado; el tiempo que pugnaba por seguir corriendo, mientras las cosas para ellos y para el mundo parecían volver a encontrarse a sí mismas en su lentitud natural.

¿Fue solo una ilusión? ¿El sueño de unas semanas? El fin del encierro no fue repentino. Pero llegó. Las autoridades dictaminaron distintos protocolos de reincorporación a la vida corriente. Y un día la cuarentena los había abandonado.

Apuraron juntos el breve pasillo del apartamento, abrieron la puerta, se miraron el uno al otro y miraron al exterior donde volvía a correr el tiempo para todos, a toda velocidad. Aún no habían salido del encierro y ya lo echaban de menos. Nunca más volverían a compartir una versión tan apacible, tan clara de sí mismos.

Salió primero él, como para comprobar que no había peligro, que el aire era respirable, y asintió con la cabeza. Después salió ella. Intentaba sonreír, pero no lo consiguió del todo. Al poner el pie en el suelo había tenido otra vez la misma sensación. La sensación de que con aquel primer paso empezaba a perderlo.