Si lo sé, no salgo; toda la semana esperando a que me tocara ir al súper y qué película de terror la de esta mañana. «Galletas de chocolate, esta cuarentena me tiene desquiciada»; «Tengo antojo de mortadela italiana y que no se te olviden las pechugas de pollo y los pimientos para la paella del sábado»; «Cerveza, mucha cerveza, que esta locura sin alcohol no hay quien la aguante». Jamón del bueno que no estamos para tonterías, queso, kilos de fruta para estar bien vitaminados, verdura la que haya y productos de limpieza que no falten: jamás las casas de España estuvieron tan limpias y ordenadas. Me pongo la ropa más vieja que encuentro en el armario, los guantes, la mascarilla, agarro la lista de la compra y a la calle. Paco va detrás de mí a varios metros como si no nos conociéramos no vaya a ser que nos pare la Policía y nos diga algo.

En el supermercado hay cuatro gatos y los que hay huyen de mí cuando me ven llegar cual bicho apestado; supongo que es por la mala cara que tengo después de toda una semana encerrada aunque solo se me ve la mitad, la otra la tengo tapada. Os juro que me estoy asfixiando y además la mascarilla me pica, sí, es de las malas, pero es que aquí en Madrid hace siglos que arrasaron con las buenas, y con el papel higiénico, ni contaros, aunque hoy conseguimos seis rollos y lo andamos celebrando por todo lo alto.

Ni me animo cuando encuentro los yogures griegos que me gustan tanto, ni el chocolate con almendras, ni los plátanos de Canarias; Dios mío, qué ambiente tan pesado, quiero salir de aquí cuanto antes, así que corro entre los pasillos buscando todo lo que me han encargado. «Siguiente, pase a la caja número 4», y yo que ando con esta paranoia, y mira que estaba tranquila en casa, hasta que no veo salir por la puerta al que estaba antes que yo pagando ni se me ocurre acercarme. La cajera me saluda amablemente, me cobra a toda prisa (con mi tarjeta, claro) y yo salgo pitando; ni me despido de Paco.

Cargada como una mula subo hasta mi casa donde Julieta me espera al grito de: «Cierra los ojos, voy a desinfectarte» y sin tiempo ni para reaccionar empieza a rociarme con una mezcla de no sé qué, receta de la farmacia de abajo. Cuando creo que he salido de esta pesadilla oigo que me dice: «Y ahora, quítate la ropa y la metes en esa bolsa». ¿Toda? Todita, toda y en pelota picada y muerta del frío pienso que todo esto es un sueño, que no es verdad lo que me está pasando y que cuando despierte las calles van a estar llenas de gente y yo voy a ir donde me dé la gana.

Pero no, esto de mentira no tiene nada, así que salgo en pelotas al baño a ducharme mientras alguien ha cogido mi ropa y ya anda lavándola. Y no, no estamos locos, seguimos los protocolos del Grupo de Operaciones de Salvamento para entrar en casa, además esto es Madrid y aquí ya han muerto 500 personas y hay casi 7.000 infectadas.

Vaya mañana la mía (os la cuento con humor como terapia); menos mal que cuando ya desinfectada me he sentado a escribir un rato, mi hermana me ha enviado este reconfortante texto de Kitty O'Meara:

«Y la gente se quedó en casa. Y leyeron libros, escucharon, descansaron, ejercitaron, hicieron arte, jugaron juegos, aprendieron nuevas formas de ser y se quedaron quietos. Y escucharon más profundamente. Algunos meditaban, otros rezaban, algunos bailaron. Algunos se encontraron con sus sombras. Y la gente comenzó a pensar de manera diferente. Y la gente sanó. Y, en ausencia de personas que vivían en formas ignorantes, peligrosas, sin sentido y sin corazón, la tierra comenzó a sanar. Y cuando pasó el peligro, y la gente se unió de nuevo, lamentaron sus pérdidas, tomaron nuevas decisiones, soñaron con nuevas imágenes y crearon nuevas formas de vivir y sanar la tierra por completo, ya que habían sido sanados».

Pues eso. Os quiero. Cuidaos.