Día 7. Murcia, 21 de marzo

Se cumple la primera semana del Estado de Alerta y el consiguiente confinamiento en casa. Quién nos iba a decir hace unas semanas que la epidemia que aquejaba a los chinos, y un poco después a los italianos, iba a ser tan grave como para ser declarada pandemia y nos obligaría a cambiar nuestros hábitos de vida, de trabajo, de consumo, de relacionarnos con los demás y, sobre todo, de gestionar los espacios de nuestras viviendas, de nuestras casas. Que íbamos a incorporar al vocabulario términos como coronavirus, cuarentena, Covid-19, aislamiento o confinamiento. O que todas esas recomendaciones que algún día escuchamos sobre las rutinas y hacer frente a las adversidades iban a dejar de ser las fases de un simulacro para convertirse en una realidad palpable.

Aunque suene a tópico, a frase hecha, ya nada volverá a ser como antes. A veces recordamos a Heráclito por esa idea de que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río, porque las aguas (como la vida) continúan y todo es efímero. Una imagen que resulta de una expresión que habla de que «en unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos». Y ahora nos hemos enterado de que al parecer ha llegado hasta nosotros porque Platón la divulgó más de oídas que de certezas o textos que hubiera estudiado realmente. ¿Les recuerda esto a algo?

Nos hemos armado de valor, de energía positiva, de proyectos, de aspirar a un cierto orden, de tareas a realizar, de recuperar esas lecturas que hemos dejado siempre para más tarde. Hemos firmado con nosotros mismos un acuerdo de que ya está bien de ser procrastinadores en grado sumo y que ha llegado la ocasión de meterle mano a esos planes a los que nunca les llegaba su comienzo.

Todo esto está muy bien, pero qué me dicen de quienes ya estaban atravesando momentos de oscuridad antes de la llegada del virus. De quienes sufrían ataques de ansiedad, de quienes no veían luz en medio del túnel de su existencia, de quienes habían sufrido un desengaño personal, una ruptura afectiva. O de aquellos que son testigos cada día, en primera persona, de la realidad sufriente con abuelos, padres, hermanos o hijos a su lado, aquejados de enfermedades o de cualquier tipo de discapacidad que les impide una vida normal. ¿Y qué me dicen de esas mujeres precarias que no pueden abandonar su casa para llenar la olla? ¿O de esos trabajadores o trabajadoras vulnerables? ¿Cómo podrán gestionar sus emociones, su sensación de fracaso, su impotencia? Si ya el día a día cuesta mirarlo de frente, ¿de dónde van a sacar esas fuerzas imprescindibles para los cuidados hacia quienes tienen al lado? Unos cuidados que empiezan por los que necesitan ellas mismas.

De ahí que este nuevo tiempo debe de ser también el de la mirada hacia fuera, traspasar las cuatro paredes de nuestras casas y, sobre todo, las de las fronteras personales para escrutar a quien está a nuestro lado. A esos vecinos anónimos, a esos amigos de nuestros hijos, a esos viejitos que apenas salen de casa, a esas personas especiales que conocemos y que en otras ocasiones hemos rehuido. Es el momento de gestionar los bajones y de ofrecer ayuda. También de pedirla. No nos cortemos, porque nos va la vida en ello.