Edipo, rey de Tebas, se dirige a la multitud de una ciudad angustiada. Sale de su palacio y ve los rostros surcados por el miedo. Una plaga de peste amenaza con reducir la ciudad a la insignificancia. Los ciudadanos han abandonado el foro y han cerrado sus tiendas. Los muertos empiezan a contarse por cientos y todos esperan las palabras de su rey como un bálsamo de esperanza.

Pero el rey no sabe qué hacer. Se muestra temeroso. Desconoce el origen de la plaga que está ahogando a la ciudad. Sus consejeros enseñan su mediocridad. Le escriben discursos vacíos y llenos de tópicos. Han mandado emisarios al oráculo de Delfos y la respuesta ha sido enigmática: «El asesino de Layo, el antiguo rey, aún no ha sido apresado». Mientras no se resuelva el crimen, la peste quitará la vida de cada uno de los habitantes.

Edipo no sabe que la ignorancia le hizo asesinar a su padre, Layo, y casarse con su madre, Yocasta, la reina. Desde aquel lejano día, él es el rey y ha engendrado varios hijos con los que pretende perpetuar su estirpe. Pero no se puede huir del destino. Los griegos lo sabían. Tala vez nosotros no.

Mientras tanto, Creonte ansía el poder. Crecen los recelos entre el rey y el político. Los muertos siguen aumentando y son ya casi más numerosos que los vivos. Es en ese momento cuando la lucidez invade la mente del rey y descubre la terrible verdad. Edipo, asesino de su padre, culpable de incesto con su madre, se dirige al palacio, donde encuentra a Yocasta ahorcada. Con los alfileres de su vestido, se saca los ojos para no ver más un mundo desgraciado a causa de sus pecados. Marcha al exilio. Creonte, finalmente, accede al poder y sume a Tebas en la tiranía. Pronto llegarán las guerras, propias de los malos gobernantes.

Nuestro rey se ha arrancando a la hermana y al padre. ¿Tendrá también que arrancarse los ojos? Es una causa noble pedir cuentas a quien ha estado media vida falseándolas. Pero cuando los muertos se amontonan en las calles, es preferible no seguir a políticos como Creonte, que buscan medrar en la tragedia común, cacerola en mano. Utilizar la fuerza de los balcones en momentos de desesperación convierte la protesta en indigna. Sófocles nos lo advirtió. Mientras, Creonte, saltándose la cuarentena, se frota las manos.