Henryk Sienkiewicz, como Zola o como Baroja, escribió una novela de corte psicológico, presentada a modo de diario y que estaba impregnada del pesimismo filosófico de Arthur Schopenhauer. Se titulaba Sin Dogma. El personaje central, León Ploszowski, un polaco afincado con su padre en Italia, se presentaba al lector como un hombre enfermo de civilización, hastiado de ella por sobreabundancia y sin energía vital alguna. Criado entre las ruinas de Roma y las colecciones artísticas de su padre, enfermo físico en realidad y que de hecho moría a mitad de la trama, huérfano de madre desde niño, creció en un ambiente de cultura rancia y muerta presidido por el diletantismo y anticuarismo del progenitor y la melancolía propia ante la ausencia de la madre.

El protagonista carece de convicciones y hasta de voluntad. Resulta patente su desinterés por una profesión práctica; siendo hombre de elevada cultura, no desea estudiar ni le conmueve misterio alguno aun siendo más inteligente que la mayoría de sus compañeros. La palabra que le define es apatía. Ploszowski lo reconoce abiertamente en la confidencialidad que le permite su diario. Sabía perfectamente que podía vivir de sus rentas y no pretendía hacer otra cosa. En sus relaciones con las mujeres era igualmente vacío y se veía incapaz de amar verdaderamente.

Un viaje a su Polonia natal altera momentáneamente la situación. Allí se enamora de una prima llamada Ángeles, y ésta le corresponde. Siendo evidente la pasividad del personaje, no puede sorprender que dócilmente este ceda a los planes de boda que se dibujaban para él. Sin resistencia acepta el juego. Y sin resistencia se olvida del mismo cuando regresa a Roma por la enfermedad del padre y allí cae en brazos de otra mujer. El amor por su prima Ángeles había sido un amor enfermizo, nacido muerto en realidad.

Algo en Ploszowski recuerda al príncipe Hamlet, desorientado, confuso, no quiere querer, no quiere actuar. Diríase que ansía la Nada. Escribe en su diario: «Los que han perdido la fe, los que no creen ya en la ciencia ni en el poder de la razón, los espíritus más cultivados?. toda una multitud, dudosa del camino que ha de seguir, desprovista de dogmas, errante y sin brújula, se hunde? en la inmensa niebla mística. He llegado a esas riberas y siento ya la atracción del abismo».

Su inconstancia provoca una tortuosa relación con Ángeles, casada finalmente con otro hombre que la merece menos aún, un avaro al estilo de los personajes de Balzac llamado Chwastowski, que dilapida su patrimonio y muere arruinado, labrando también la perdición de su esposa. La historia no puede por menos que desembocar en una tragedia de funestas consecuencias; Ángeles muere enferma y León anuncia su deseo de seguirla: «Aquí abajo, donde tanto hemos sufrido, que se haga al menos, el silencio sobre nuestras tumbas».

Sienkiewicz es capaz de llevarnos inesperadamente a paisajes más sombríos y tenebrosos que los marmóreos palacios de su Quo vadis. De la Roma llena de vida, dramáticamente envuelta en el momento en que el destino del mundo y del cristianismo se unían, pasa una Roma fría como un museo, habitada por una sombra incapaz de todo sentimiento auténtico. La imagen de las profundidades de un alma enferma, carente de voluntad, funesta para quien se acercara a ella, no parece, desde luego, obra de la misma persona que escribió la epopeya polaca plasmada en la trilogía nacionalista A sangre y fuego, El diluvio y Un héroe polaco, donde tipos humanos heroicos, fuertes y nobles luchan hasta el fin.

De nuevo entramos, con la experiencia siempre iniciática de la lectura, por una puerta a un ámbito desconocido, que nos introduce en un jardín de senderos abiertos a una variedad infinita. El alma humana es arrebatada a un mundo ignoto, para confrontarse, para reconocerse; y para decirnos, como en los versos de Omar Khayyan: «Yo soy el cielo, y el infierno».