Ante un mundo en quiebra, que se resquebraja como un muro desgastado por el tiempo, la posición de los cristianos, de la Iglesia, ha de ser la de sostener los ámbitos de humanidad que nos permita la continuidad más allá de la catástrofe. Pues la catástrofe se hace inminente y casi necesaria. El mal de este mundo no es el coronavirus, ni la crisis de los combustibles fósiles, ni el calentamiento global. El mal es este mismo mundo creado como una estructura de pecado en el que la simple supervivencia presupone la destrucción de la Creación y la pérdida constante de lo que nos hace humanos. Cada día se extraen del subsuelo más de 90 millones de barriles de petróleo que son procesados y consumidos por la maquinaria de producción global en todos sus niveles. Esta energía permite la reproducción del sistema irracional de consumo y despilfarro que nos lleva a consumir cada año el equivalente a dos años de reproducción de la vida en el planeta Tierra, es decir, estamos viviendo a cargo del futuro, como deuda.

El modelo global de producción y consumo empuja a la compra innecesaria de bienes que se agotan prácticamente en el momento de la compra, bienes que han dejado una huella material imborrable en el planeta para su producción, distribución y consumo. El único criterio para producir algo es si existe mercado para su adquisición. Si alguien está dispuesto a pagar por algo, esto se producirá, y si no hay mucha gente dispuesta, los medios publicitarios se encargarán de producir la «necesidad». Se trata de una máquina perfecta de destrucción masiva del mundo en que vivimos, de ahí que el papel del cristianismo en general y de la Iglesia en particular es reconducir el mundo hacia lo esencial: las relaciones personales, el encuentro, la cercanía, la misericordia y la contemplación de las obras de la Creación.

Veo con esperanza que la Iglesia, empezando por el papa Francisco y siguiendo por los responsables y los mismos creyentes, está llamando a la austeridad personal, buscando lo esencial de la vida humana. En esta cuarentena que coincide con la Cuaresma es imprescindible aprovechar el tiempo para identificar lo esencial de la existencia humana y despojarnos de ese hombre viejo que arrastramos a diario sin apenas percatarnos que está muerto y que no nos conduce más que a la muerte.

La muerte de este mundo es una oportunidad para que nazca el mundo nuevo que aún gime con dolores de parto. Quizás los responsables políticos vean que un mundo regido por el único criterio de generar beneficios, de crear riqueza, de producir y consumir, no es un mundo habitable por mucho más tiempo. Quizás los ciudadanos seamos conscientes de esto y se lo exijamos a los responsables políticos. Tal vez los cristianos descubramos que nuestra lealtad, nuestra ciudadanía, no es de este mundo, sino del cielo, lo que significa que abandonamos los criterios de este mundo de producción y consumo y empezamos a vivir todos juntos ese otro mundo que cada vez se hace más imprescindible.