Día 5. Murcia, 19 de marzo

Perdí a mi padre hace casi veintisiete años y fui padre hace veinticuatro. De ahí que durante tres años tuve poco que celebrar esos 19 de marzo. Bueno, en realidad, sí. La onomástica de mi tercer nombre, por lo que para quien les escribe, San José podría ser una festividad menor.

De tercer nivel, vamos. Pero nunca ocurre así. Como tampoco ha sido en esta ocasión. Las paredes y ventanas de una casa no pueden actuar como compartimentos estancos de los recuerdos, de las vivencias, de la memoria, en suma. De ahí que en esta quinta jornada de confinamiento haya podido regresar a mi infancia, a esa imagen idolatrada del padre, ese que todo lo puede, que todo lo sabe, que todo lo alcanza. Esa atribución de la autoridad ante cualquier duda, ante cualquier debilidad, ante cualquier atisbo de incertidumbre es la que marca la infancia, la que se tambalea en la adolescencia, la que se quiebra en la juventud y la que vuelve a la calma en la madurez.

Ese recorrido fue, al menos, el que yo viví, con sus altibajos. La muerte quebró el itinerario, pero no pudo con lo que vino después: la reconstrucción de la figura paterna, colocando a cada uno en su sitio.

En este tiempo que nos brinda la crisis del coronavirus es verdad que se echa de menos a quienes queremos y no están junto a nosotros. A los padres y las madres que añoramos, desde la distancia, y que nos gustaría tener cerca. A las abuelas Josefas que ya no están, a los abuelos Pepes que se marcharon, a los hermanos y hermanas y a los hijos.

Incluso, y sin que sirva de precedente, a los cuñados. Y no digamos nada de las cuñadas. Porque en días como el de San José el encuentro familiar parecía obligado. Reservas en restaurantes, visitas familiares, reencuentros obligados, algún regalo que otro y, eso sí, desde que llegó WhatsApp a nuestras vidas, decenas y decenas, cientos y cientos de mensajes, memes, vídeos, iconos, ‘estíquers’… que saturan el móvil y obligan a tomar unas graves decisiones: silenciar los grupos y limpiar todo lo acumulado.

No sé si les pasará ustedes, pero soy un sentimental. O mejor, me siento un blando, un espécimen de una izquierdita cobarde. Un espantadizo padre de familia. Y todo porque una de las medidas más duras que estoy obligado a adoptar en esta cuasi reclusión es la de eliminar esas fotos que invaden las carpetas del teléfono, esos archivos multimedia que se comen la memoria del dispositivo, esas aplicaciones que no hay manera de agrupar en la sucesiva relación de pantallas. Lo paso mal. No mal, fatal.

¿Borro esta? ¿Borro la otra? Uf, qué estrés, por Dios. Sobre lo que me envía gente que detesto no tengo problemas. Es más, hasta disfruto y me regodeo con responder que sí a la pregunta fatídica que me hace el aparato sobre si estoy seguro en querer eliminar permanentemente ese archivo. Que sí, coño, que sí. Que sé las consecuencias de mis actos. El problema viene, sin embargo, con los envíos de la gente que aprecio. Con mandar al limbo virtual esas fotos antiguas recuperadas, esos vídeos de felicitaciones, esas paellas multifamiliares que pueblan nuestros preciados álbumes.

Pero una vez acabado la festividad de San José me siento mejor padre. Más libre. He saneado el móvil.