Circula en Italia una frase conmovedora: «Nuestros abuelos fueron a la guerra y a nosotros se nos pide que nos quedemos en casa». Podría parecer exagerada, pero el aumento del número de víctimas convierte en peligroso cualquier juicio de valor. Y ya llevamos unos cuantos. Mi abuelo estuvo en la guerra (en la nuestra y en la de otros) y no ha llegado a sufrir esta pandemia. Tal vez sonreiría ante esta frase. Sin embargo, nos sitúa de pleno en la Historia. A nuestra generación, poco acostumbrada al sufrimiento, vanidosa y egoísta, le toca arrimar el hombro. Y resulta mucho más fácil sentarse frente a la ventana que cargar un fusil.

El lema de nuestra pandemia me hace recordar a los war poets. Poco conocidos en nuestro país, fueron aquellos soldados que lucharon en la Primera Guerra Mundial. Jóvenes que se quedaron sin futuro, que no sobrepasaban los 25 años y que tenían más experiencia en bayonetas que en el abrazo sentimental a una chica, que gritaban el nombre de sus madres cuando veían el fuego de los obuses sobre sus caras. Que sacaron el coraje suficiente para escribir, a veces con sangre, con barro o con carbón de cigarrillo, unos versos que sirviesen de epitafio a toda una generación.

No renunciaron al arte. Es más, lo estaban revolucionando. De las grandes fosas comunes del Marne, el Somme, Ypres, Kolubara o Tannenberg nació también una nueva concepción artística. Las vanguardias rompían los lazos con la tradición. Se abría paso el expresionismo alemán, el futurismo, el cubismo. Los poetas, entre ratas y cadáveres de compañeros, amigos y hermanos, se despojaban de la rima y derrocaban la poesía tradicional. El arte contemporáneo nació en el infierno, no en salones literarios.

La mayoría de ellos eran ingleses, pero la poesía estuvo presente allá donde hubiese un soldado. Les hablo de Rupert Brooke, muerto en Grecia cuando se dirigía a la batalla de Gallipoli, con 27 años; de Sassoon, que se reveló contra los altos mandos e intentó desertar (y curiosamente sobrevivió, a los enemigos y a la corte marcial); de Robert Graves (que luego escribiría Yo, Claudio), de Tolkien, quien imaginó los orcos y Mordor entre bombardeos; de Apollinaire, que enloqueció con sus Caligramas, escritos en las trincheras; de Owen, a quien una bala atravesó la espalda una semana antes de acabar la guerra.

Y entre humo y sangre, se declaró la pandemia de 'gripe española', llamada así por ser los periódicos de nuestro país los únicos en informar sobre ella, aunque probablemente se originó en Estados Unidos. La enfermedad dejó 50 millones de muertos, cinco veces más que la IGM. A muchos soldados les visitó la fiebre en las trincheras. Apollinaire escapó de milagro de sus garras.

La historia nos demuestra lo frágiles que somos. Nuestros abuelos vivieron vidas más difíciles, con o sin fusil. Nuestras casas no son trincheras y este tiempo no es el de nuestros antepasados, afortunadamente. Escribió McCrae, otro war poet, antes de morir la semana previa al armisticio: «Si faltáis a la fe de nuestros muertos, jamás descansaremos, aunque florezcan, en los campos de Flandes, las amapolas». Nos quedamos en casa no por honrar a nuestros abuelos, sino para que nuestros nietos no se avergüence de nosotros.