Vivimos en la sociedad del riesgo. Para el sociólogo alemán Ulrick Beck el miedo es su producto más genuino. Tras la revolución científica y tecnológica, origen de la industrial y la política (que aseguraron unas mínimas condiciones económicas, de bienestar y seguridad a la mayoría de la población), parecía que ya no volveríamos a tener miedo: las tormentas o las epidemias no eran castigos divinos; las enfermedades no se debían a maleficios de nuestros enemigos; las personas ya no podían ser esclavizadas, tenían derechos individuales y estaban protegidas de la tiranía, el capricho de los poderosos o las consecuencias de la pobreza extrema o la enfermedad.

Pero las dos guerras mundiales, que produjeron más de cien millones de muertos en menos de cuatro décadas, despertaron a las sociedades occidentales de este sueño ilustrado. Las leyes y la democracia no fueron suficientes para evitar el desastre. El malestar que produjo este fracaso empezó a socavar la conciencia de Occidente. Curiosamente, la II Guerra Mundial aportó la respuesta: ganó el bando con mejor tecnología. Tanto la penicilina, para tratar las infecciones de los heridos de guerra, como la bomba atómica fueron fruto de la razón científica. La ciencia y la tecnología parecían la respuesta: eran objetivas, no interpretables; eran efectivas; eran realizadas y desarrolladas por personas excepcionales, sabias y desinteresadas. Fue el fin de la opinión y el principio del imperio de los hechos.

Sin embargo, tras ochenta años de 'modernidad desarrollada', como la llama Beck, el miedo lo domina todo. La ciencia y la tecnología llevaban incrustados sus propios demonios; el peligro se convirtió en el polizón del progreso. La industrialización intensiva en todos los ámbitos y el desarrollo tecnológico al servicio del consumo y la productividad han sido los causantes del desastre ecológico que supone el cambio climático. Se suceden los modelos matemáticos y las declaraciones de expertos para predecir escenarios, tanto apocalípticos como sostenibles (porque la ciencia todo lo aguanta) y uno tras otro fallan. En salud, hemos definido cientos de factores de riesgo para la enfermedad cardiovascular, el cáncer, las fracturas óseas o la diabetes; hemos tipificado decenas de alteraciones emocionales y dolencias susceptibles de tratamiento farmacológico. Ya no hay nadie sano, sino mal explorado; la propia muerte es considerada un fallo técnico; un riesgo evitable.

Nadie está libre de riesgos y todos ansiamos conocerlos, pero eso solo aumenta el miedo y la indefensión porque se ha roto la percepción de la relación causa/efecto. Los peligros no se ven venir, sino que están ahí, invisibles, escondidos en las estadísticas y los porcentajes. Y tratar de evitar los riesgos es un riesgo. Por ejemplo, las consecuencias de la medicalización y el uso intensivo de tecnologías sanitarias destinadas a reducir los riesgos para la salud, han convertido la atención sanitaria en la tercera causa de muerte y, por primera vez, se están observando descensos sostenidos de la esperanza de vida en países como Reino Unido o EE UU. La ciudadanía asiste aterrorizada a la guerra de cifras, hipótesis y opiniones de expertos, contradictorias pero basadas en las mejores evidencias; vive más acomodada y más años que nunca; está informada y educada, pero se siente cada vez más enferma y amenazada porque los peligros se escapan a su capacidad de acción.

En esta pandemia, los ministros salen en televisión flanqueados por sus asesores científicos, proyectando control y autoridad. La retórica sobre una respuesta gubernamental dirigida por la ciencia se ve reforzada, pero es pura imagen. Definir una política pública es hacer un juicio en un contexto donde los resultados y sus probabilidades son, simplemente, desconocidos. La lista de incertidumbres es enorme en esta pandemia y los expertos y sus soluciones tecnológicas ya han fallado demasiadas veces (como cuando se compró masivamente Tamiflu en la pandemia de la gripe A de 2009). Por eso, no podemos confiarlo todo a los expertos. Creo más en la deliberación de un consejo de ministros de un Gobierno de coalición asesorado por expertos que en la de un grupo de expertos asesorado por políticos, y esto último es lo que parecen las comparecencias de los líderes en todo el mundo.

¿Qué hacer? Si reconocemos las incertidumbres, hay que aceptar que son importantes las diversas perspectivas y saberes. La participación no sólo contribuirá a mejorar la parametrización de los modelos, sino que puede vincularlos a los territorios, donde hay más probabilidad de que se adopten ideas útiles, porque las pandemias se derrotan mejor mediante formas locales de solidaridad e innovaciones centradas en los entornos concretos. Las amenazas globales se derrotan desde la resiliencia local. Después de siglos de triunfo y optimismo, la ciencia debe dar respuesta a los problemas que ha generado el sistema del que forma parte. Necesitamos un nuevo conocimiento (más holístico que analítico y más contextual que universal) y un enfoque decisional que reconozca que los sistemas naturales son dinámicos, emergentes y complejos; que asuma la imprevisibilidad, el control incompleto y la necesidad de una pluralidad de perspectivas en la búsqueda de soluciones. La visión experta es importante pero no puede ser imperante porque está situada, como todas.

Recuperemos el control y la experiencia personal; perdamos el miedo; abramos las orejas a la opinión argumentada y desconfiemos de los algoritmos y de las certezas; abandonemos la fantasía del control de riesgos. Nos urge.