Años 80. El escritor estadounidense Dean R. Koontz imagina una pandemia global en el 2020 causada por un virus, desarrollado en un laboratorio de China, al que llama Wuhan-400. No me lo estoy inventando, os juro que es verdad: esta novela de ciencia ficción existe y se llama The eyes of darkness. A quien le apetezca que la busque en internet, Los ojos de la oscuridad es su traducción en castellano. Algún loco ya ha pagado más de 1.500 euros por una primera edición firmada y RBA ha anunciado que la reeditará en abril, si la cuarentena en las imprentas se lo permite; ni harta de vino la compro, para entonces ya habré tenido bastante.

Con la excusa de la búsqueda por una madre de su hijo, que supuestamente está muerto, pero que le va dejando misteriosos mensajes pidiendo que lo encuentre, Koontz cuela en su historia una «severa enfermedad parecida a una neumonía» que se extendería por todo el mundo y resistiría todos los tratamientos habidos y por haber para desvanecerse tan rápido como surgió, atacar de nuevo a los diez años y luego desaparecer para siempre. Li Chen se llama el científico chino encargado de llevar a los EE UU un diskette (eran los 80) con la información de «la más importante y peligrosa nueva arma biológica en una década» a la que llamaron Wuhan-400 porque se desarrolló en sus laboratorios de investigación sobre ADN a las afueras de la ciudad con el mismo nombre. Qué miedo.

Convertido estos días Koontz en el mismísimo Nostradamus, me pregunto en qué andará pensando con la que se ha liado: por ahora no ha dicho ni mu, solo sabemos que el escritor vive al sur de California con su esposa y su perra Elsa. El iluminado de Trump ya se ha dignado a admitir la gravedad de la pandemia a pesar de que ha estado semanas enteras asegurando que la tenía controlada; así que a lo mejor también hasta el mismísimo autor de esta profecía termina confinado.

Ayer la Policía de Palma sancionó a una mujer por saltarse la cuarenta y escaparse a tomar el sol a un descampado; cuando la detuvieron se resistió al grito de «Quiero ponerme morena». Y yo, no te jode, y más desde que mi amiga Rosa, que es psicóloga, no se cansa de decirme cada vez que hablamos que para mantener arriba el estado de ánimo durante este encierro endiablado hay que exponerte a la luz solar todos los días al menos veinte minutos. Pues eso será de Despeñaperros para abajo porque aquí en Madrid no para de llover y en la sierra hasta ha nevado. Me consuela el solazo que anuncian para mañana miércoles, así que ni deporte, ni diario, ni nada de nada: pienso pasarme todo el día en el balcón bebiendo cerveza y tocando los timbales a ver si animo este barrio en el que vivo que está de un aburrido que no hay quien lo aguante. Qué felicidad sería estar encerrada en Chamberí, Lavapiés, Chueca o Moncloa donde los vecinos aplauden cuando hay que aplaudir y cantan juntos Resistiré, del Dúo Dinámico.

Dice The New York Times que esto del coronavirus hay que pasarlo encerrado, con jabón, mascarillas y paciencia. Yo estoy ya como el andaluz del vídeo que corre por las redes sociales y que no tiene tiempo 'pa'ná' con tanta visita virtual al Prado, clases de yoga, conciertos, obras de teatro, llamadas telefónicas, refranes para adivinar y karaokes grupales. Eso sí, de este encierro salgo como me llamo Toya con un cuerpazo como el de Cindy Crawford; más me vale con todo el deporte que hago.

Por cierto, los peces han vuelto a los canales de Venecia, que están más limpios que nunca; a ver si al final esto del coronavirus no va a ser tan malo.

Os quiero. Cuidaos.