El anochecer la gente se asoma a los balcones y la luz que sale del interior de las casas ilumina las calles vacías. Lo que se ve no debería ser muy diferente a cualquier otro día y, sin embargo, nos parece que no lo hemos visto nunca. La extrañeza de este tiempo aumenta porque surge desde las entrañas de nuestra vida doméstica. Estamos en el mismo sitio de siempre, pero nos cuesta reconocerlo, como si la ciudad se hubiera vuelto del revés. Alargamos los aplausos para prolongar el momento de una lenta transformación que no sabemos si nos trae de regreso a casa o nos empuja hacia lo desconocido.

En la novela Los premios de Julio Cortázar, un grupo de pasajeros son confinados en la zona de camarotes con la prohibición de pasar a la parte de popa, donde se ha declarado una epidemia de tifus. Lo que iba a ser un viaje de placer se convierte en una travesía por los lugares recónditos que esconde la realidad cotidiana. Entre el aburrimiento y la incertidumbre, cada pasajero se enfrenta a lo que buscaba sin saberlo hasta descubrir un conocimiento verdadero, una revelación angustiosa, una verdad inobjetable€ durante el viaje cada uno sentirá algo distinto, pero todos regresarán con la certeza de que han entrevisto una realidad detrás de su realidad.

Ahora nos asomamos a los balcones como los pasajeros del barco fantasma lo hacen por la borda, con la misma sensación de haber llegado a un límite «donde las cosas más tangibles empiezan a perder sentido, a desdibujarse, a ceder€». Nos sentimos, tanto ellos como nosotros, habitantes de una isla de tiempo. Un poco perdidos, a merced de lo invisible, dispuestos a confirmar, con esta experiencia, la absurda sospecha de que nuestro paso por la vida obedece a un trazo invisible que se forma en planos de la existencia que solo atisbamos en fragmentos.

Esta noche volveremos a salir al balcón para sentir que no estamos solos y comprobar cómo, desde la paz recobrada del hogar, más allá y a cada minuto se produce el milagro de la solidaridad. Puede que sea el fin de muchas cosas, pero no es el fin. La ciudad nos espera ahí abajo. Y verla tan vacía nos da una especie de seguridad entre tanta zozobra, como si fuera no solo el reflejo de nuestras peores pesadillas, sino también un punto de partida. Porque su quietud quizá nos dice que para alcanzar un mundo mejor hay que verlo del revés