Y cuando ya no puedes más, vas y puedes, que no se nos olvide.

Yo no puedo estar contigo. No puedo mirarte, directamente y a pocos centímetros, a esos ojos pequeñitos, que me vuelven loca y que sonríen arrastrando tristezas pasadas.

No puedo tocar tu piel, suave y caliente, que abracé dormida justo antes de esta eterna cuarentena, que no ha hecho sino empezar.

No puedo besar esos labios oscuros, que sonríen a la mínima tontería que suelto y que solo dicen aquello que están dispuestos a cumplir, que emiten palabras de carne y hueso, pero cada mañana me despierta tu videollamada.

Yo suelo estar horrible y tú me miras como a algo que merece la pena ver y escuchar. Nos reímos por tonterías, hablamos de cosas banales y arreglamos un poco el mundo. Nos decimos cursiladas, disfrazadas de broma. Nos hacemos promesas, camufladas entre nuestros deseos y nos reímos, nos reímos mucho. Y mientras todo eso pasa, te miro y pienso, siento, que más no te puedo querer, pero siempre me equivoco.

Y dime, amor, ¿qué se siente al ser motivo de alegría para alguien? ¿Qué se siente al ser la causa por la que sonrío? ¿Qué se siente al ser aquello que hace que me levante, que siga adelante, que crea que puedo, que me atreva y que me permita, de vez en cuando, no poder? Ojalá seas aquello que, contra todo pronóstico, al final sale bien.

Entre tanto ruido, entre tanto caos e incertidumbre, entre tanto problema, entre tanto virus, entre tanto bombardeo de noticias, entre tanta información y desinformación, entre tanto bulo, tanto chiste, tanto meme, entre tanto encierro y tanto número rojo, entre tanta inquietud laboral y social, entre toda esta vorágine que pone en el escaparate lo mejor y lo peor de esta sociedad y de cada uno de nosotros, entre preocupaciones absurdas que van quedando desdibujadas, entre las inseguridades, los kilos de más, las arrugas incipientes, entre tanta alarma y entre esa sensación de que algo está cambiando, tú, que me salvas animándome a que sea yo misma quien se salve.

Creo que si alguna vez estamos juntos, bajo un mismo techo, echaré de menos nuestras charlas por escrito, esas que releo y archivo y pienso: «¡Madre mía, estoy loca por este tío! Podría transcribir nuestros diálogos y no haría falta que escribiese nada para mi relato semanal».

Me gusta cómo somos, cómo nos comunicamos, nuestra timidez en ciertas cuestiones y nuestro desparpajo en otras. Me gustan esas perlas de amor que esparces entre conversaciones cotidianas y tonterías, esas que yo trato de esquivar en ese momento, por una vergüenza absurda o para que no me desborde la emoción, esas a las que le damos la vuelta y acabamos llorando de la risa y de tanto amor, esas que releo y releo después. ¡Qué asco damos con tanto amor!

Hace dos noches, por ejemplo, me dijiste: «Eres muy especial». Y yo, disimulando el arrobo y el vello de punta, te pregunté: «¿Especial del tipo hacer el gesto de las comillas con los dedos al decirlo?».

«No, especial en el sentido de rareza, como eres ‘marciana’», refiriéndote a que soy murciana y a esa forma nuestra de hablar abriendo las vocales y a que soy de otro planeta, según tú. Te dije que eso es una canción de Alejandro Sanz y respondiste: «Ese es tonto», solo por hacerme reír.

Me río mucho contigo y me gusta decirte que no tienes gracia ninguna, que solo me río porque te quiero y porque estás bueno y eso siempre ayuda. A lo que contestas: «¿A que te cuelgo?». ¡Qué tonto eres!

Ayer me hiciste videollamada justo a las ocho menos un minuto de la tarde para que aplaudiésemos juntos asomados a nuestros balcones a cientos de kilómetros. No me lo esperaba y me encantó.

Y así pasan nuestros días, haciéndome ver el lado positivo de estas pilas que me cargas, la cara de la cruz de la moneda, el lado de la mantequilla con mermelada de esa tostada que no se quema, el arroz que no se pasa y que es posible querer cada día más, que es posible el amor en los tiempos del coronavirus.

Soy tu casa.

Quédate en casa, amor.