Desde pequeña, me aseguran, fui una niña cándida. Luego una adolescente ingenua y, aún hoy, mis hijos, menos inocentes al parecer que yo, consiguen hacerme creer las cosas que me cuentan siempre que lo hagan con la seriedad con la que abordamos nuestros debates de sobremesa. Luego se ríen de mí, y la anécdota contribuye a esa leyenda simpática de 'las cosas de mami'.

Pues bien, el candor es algo interesante. Suelo decir que se basa en la confianza a ultranza que los niños que fuimos depositamos en nuestros padres. Les creemos cuando nos cuentan la realidad con la misma fe que cuando nos aseguran que existe papá Noel o los Reyes magos.

El candor, por otra parte, la mirada inocente, es una característica de las personas imaginativas. Miramos con los ojos de Adán, observamos el mundo como si nadie antes lo hubiera hecho. De esta capacidad surgen las mayores tonterías, y los descubrimientos geniales, entre otras pequeñas y grandes cosas.

Pues bien. Hoy me he levantado cándida. Si mis hijos estuvieran aquí ya se hubieran reído de mí, pero están lejos y solo podemos echarles de menos en este encierro. Esta mañana he escuchado por la radio al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y aquí comienza mi ingenuidad, iba a escribir a «nuestro presidente del Gobierno», porque estos días nos sentimos más comunidad que nunca, más unidos que nunca frente a ese enemigo común con nombre de muñeco de plástico, pero me he inhibido, pues ¿considerarán todos los españoles que es su presidente? Dejémoslo estar.

Pues bien, he escuchado el discurso del presidente y me he emocionado como una niña. Por primera vez desde hace muchísimos años, he escuchado a un presidente del Gobierno de España repetir muchas veces la necesidad de proteger el Estado de Bienestar, entendido como la otra cara de la democracia. Si la democracia es igualdad, solo la defensa de un Estado que garantice los derechos sociales, de salud y educación, puede garantizarla. Ayer escuché unas medidas económicas que ponen por delante a las personas, por delante de la economía, ese monstruo que ha colonizado nuestras conciencias y nos ha hecho pensar que todo tiene que ser medido con el binomio coste-beneficio. Ha hablado de proteger a los sin techo, a los más débiles, de acentuar las medidas que protejan a los dependientes, los ancianos, los enfermos, de estudiar los déficit de la sanidad pública tras la crisis para garantizar su mejor funcionamiento en el futuro. Escuché a un presidente defender lo que una generación de españoles que nos opusimos al franquismo defendimos durante los últimos años de la dictadura y la cuestionada transición. Y lo he creído. Y me he sentido orgullosa de este Gobierno de rostro humano, tan opuesto a esos otros de Trump o Boris Johnson.

Y mientras le escuchaba, he pensado en un amigo nuestro que es de derechas y católico. Un amigo al que quiero mucho y que me quiere, con el que bromeamos sobre que lo nuestro tiene que ser objeto de estudio algún día. Tan opuestas son nuestras posiciones políticas y, aún así, no pueden con nuestro afecto. He pensado, querido Julio, que es imposible que los cristianos, incluso los católicos, no sean de izquierdas. No es lógico que se opongan a las medidas de este Gobierno quienes dicen seguir las enseñanzas de Cristo (tú dirías de Jesús, y me encanta esa proximidad casi carnal que cobra el nombre en tus labios). No es posible que quien defendía a los pobres, a los humildes, a las adúlteras, los desahuciados, a los que se sitúan en los márgenes, quien echó del templo a los mercaderes, lleno de ira (esa ira de Jesús que nos asustaba desde las ilustraciones de los libros de religión de primaria), no aplauda las medidas que hoy ha convertido en decreto ley este Gobierno de izquierdas. No es posible que los cristianos que le siguen y creen en él y en sus enseñanzas no sean de izquierdas.

Claro que alguien más informado que yo sobre la historia del catolicismo me podría ilustrar sobre la riqueza de la Iglesia, su tradicional posición al lado del poder. En casa vemos El joven papa, esa sátira erótico-estética de Sorrentino que muestra bien a las claras la ostentación de la institución eclesiástica. Tú mismo me darías una conferencia respecto a muchas cosas que ignoro. Pero la concreción de las enseñanzas de Jesús en una institución es una anomalía, hija del estructural abismo que siempre separa las ideas de su realización, la misma que separó las doctrinas de justicia social de su concreción en los distintos comunismos. La Iglesia como institución es una muestra de la imperfección de los hombres, de su incapacidad ontológica para tantas cosas.

Pero nosotros, los cristianos y la gente de izquierdas, no somos realistas sino idealistas, creemos en lo que todavía no se ha realizado, en la mejora del ser humano y de nuestras sociedades, en la constante tensión entre la realidad de lo que somos (imperfectos, injustos, egoístas) y lo que podemos llegar a ser. Nosotros, gente de izquierdas, y los cristianos, luchamos por acercar esa realidad al ideal, nos arrepentimos de nuestros errores, nos proponemos cambiar.

Por eso, desde la ingenuidad, desde ese candor adánico, inaugural, me preguntaba en la mañana de ayer, les pregunto a ustedes, ¿por qué todos los cristianos no son de izquierdas?