Somos burbujas dentro de burbujas dentro de burbujas. O eso creíamos. Casi todos nuestros amigos piensan más o menos como nosotros, siempre hemos odiado discretamente a nuestro cuñado porque se traga las trolas de la ultraderecha, nuestros gustos musicales o cinematográficos nos hacen sentir especiales, vamos a un tipo determinado de bares, y así un largo etcétera. Ahora llamamos a todo eso: lista de reproducción, perfil de usuario, redes sociales... Pero en el fondo viene a ser lo mismo. El algoritmo que a golpe de clic nos va poco a poco encapsulando en nosotros mismos es solo la versión Black Mirror de algo que ya existía antes. No descubro nada si recuerdo que la sociología lleva más de cien años estudiando lo que Facebook y Google han empezado a utilizar hace poco en su provecho: los filtros burbuja.

No vivimos en el mundo sino en nuestro mundo; un mundo prefabricado por el conjunto de nuestros filtros burbuja; el filtro económico, social, ideológico, sexual, estético... Y del mismo modo que los reyes sufrían antes el peligro de malformaciones físicas y mentales por reproducirse entre ellos, hoy corremos nosotros el riesgo de vivir aislados en nuestras burbujas creyendo que la sangre azul es un símbolo aristocrático de distinción.

Si nos dejáramos arrastrar por esa hemofilia social, la humanidad se vería reducida a una serie de órganos sin cuerpo. La educación y la sanidad acabarían convertidas en sendas burbujas, los barrios se verían reducidos a urbanizaciones burbuja, la vida social consistiría en ir a comprar de burbuja en burbuja, y nuestro teléfono móvil se aseguraría de que estamos siempre sumergidos en esa burbuja de burbujas que parece conectarlo todo. El ideal del neoliberalismo. Una sociedad atomizada en islas cada vez más pequeñas que sólo se mantienen con vida gracias a la respiración asistida de máquinas artificiales como Amazon, Netflix, Facebook o WhatsApp.

Desde finales de los años setenta el neoliberalismo ha construido una antropología y ha intentado implantarla en nuestros cuerpos. Nos ha ido encerrando en burbujas cada vez más pequeñas, intentando cortar los lazos sociales que nos unen para hacernos creer que somos individuos autónomos que eligen en virtud de su libre elección racional bajo el único criterio del beneficio particular. No existe la sociedad, afirmaba Margaret Thatcher, solo individuos y familias. Burbujas.

Pues bien, el coronavirus ha venido y nadie sabe cómo ha sido, pero de pronto nos ha hecho entender los estrechos límites de esa antropología. Desde hace dos semanas estamos encerrados en la burbuja de nuestra casa, rodeados de todas nuestras burbujas tecnológicas e ideológicas, y desde hace dos semanas todos nos damos cuenta de que eso no es suficiente. Ahora que tenemos la sensación compartida de que puede de pronto faltarnos el aire, nos hemos dado cuenta de que no respiramos burbujas. Ha hecho falta una conmoción global para que tomemos conciencia de que respiramos aire. El aire social que corre entre nosotros e infla o desinfla todas las burbujas. El aire de la calle que tanto ansiamos estos días. El aire que respiramos, y que lleva los aplausos de balcón en balcón para homenajear a los trabajadores sanitarios y las cajeras de supermercado. El aire que resuena en las canciones y los ánimos compartidos de barrio en barrio. El aire que oxigena la sangre azul, verde, roja o morada que a cada cual nos corre por las venas. El aire común que hace posible que todas las burbujas individualizantes coexistan, que se encuentren unas con otras, que choquen, que se reabsorban, que cambien.

Esta noche abran la ventana de sus casas, de sus burbujas, y respiren hondo. En pocas ocasiones la historia nos va a dar una oportunidad como esta de sentir en los pulmones aquello que nos une a todos y a todas. No las burbujas, el aire.