Lunes. Primer día laborable con estado de alarma. Salgo a la calle a primera hora. La sensación es extraña. Muy poca gente y ninguno de los de siempre. Ni el tipo de negro con barba, ni el chaval rubio con el chándal a juego con la cara de sueño, ni las dos señoras gemelas con las que me cruzo cada día mientas pedaleo de camino al trabajo. Voy casi solo y echo de menos a mis desconocidos. Las calles parecen un escenario abandonado. También parecen asombradas, como si nos echaran de menos. Me llama la atención el sonido. Tan nítido. Los pájaros, el deslizamiento grave del tranvía, el zumbido de la rueda de mi bicicleta sobre el asfalto. Las ondas rebotando libres en las paredes de los edificios, sin cuerpos que se interpongan y las absorban.

Mi trabajo es la policía. Llego a la jefatura temprano. El movimiento que hay en el interior contrasta con la quietud forzada de las calles. Rostros serios, prisas, distancia y gestos a modo de saludo. En el vestíbulo me cruzo con un grupo de policías que salen. Los uniformes azules a los que estoy tan acostumbrado parecen hoy más urgentes y bellos. Observo a uno de ellos. Es muy joven y lo parece. La mascarilla que lleva en la mano es un escudo de tela. Taparse la cabeza con la manta para escapar del monstruo.

Así de extraña es esta batalla. Hay algo en su forma de moverse y en la manera en la que sus ojos miran hacia delante. Intuyo que es consciente de que es parte de algo mucho más grande. Hoy se encontrará con gente que le intentará engañar para conseguir quedarse un rato en la calle, que le dirá que por qué no se dedica a coger delincuentes en lugar de molestar a ciudadanos que no hacen nada malo, que sólo ha salido un momento a pasear a un perro que ya tiene agujetas en las patas y empieza a sospechar que algo sucede. Y ese policía joven tendrá que demostrar la madurez que aún no le han regalado los años ni la experiencia. Y tendrá que entender que cada uno lleva las cosas a su manera. Pero sabrá hacer su trabajo, a pesar de todo. Sabrá hacer que se cumplan las normas que se han puesto en beneficio de todos. Hará su parte para evitar que el contagio se extienda, para aliviar el peso de los hombros de quienes combaten al enemigo en primera línea, para tratar de retirar gente de la calle, para que quienes están mirando al virus a la cara puedan seguir sosteniéndole la mirada y enseñando los dientes.

Azul, blanco, verde, amarillo. Batas, uniformes, monos de trabajo, delantales de supermercado. Todos a una. Cuando los coches patrulla zarpan, el asfalto parece dibujado sobre agua salada.

No es sólo el miedo lo que mantiene a la gente en casa. Hay algo más. Algo mejor. Una corriente invisible que nos conecta a todos. Hay ganas de hacerlo bien, de participar aportando en algo que es importante de verdad. Quedarnos en casa cuando eso es lo que toca hacer. Apoyar la lucha desde la retaguardia, defendiendo cada uno su pequeño y frágil castillo para no ceder un palmo de terreno al enemigo. Orgullosos de ser infantería, hablando con la familia y con los amigos a distancia. Enviando canciones, recomendaciones de libros y películas, mensajes positivos. Cuidando unos de otros.

En el trabajo actuamos con precaución. Nos saludamos a distancia con sonrisas. Nos apoyamos con la mirada. Hacemos reuniones por videoconferencia con colegas que trabajan en el mismo edificio. Mucha actividad. El teléfono suena raro cuando no suena. El correo electrónico brinca como el maíz en una sartén caliente.

Cuando regreso a casa para comer, me detengo en un semáforo y una señora me mira desde la ventana de un primer piso y me dice algo. Es educada. Dice que no debería ir en bicicleta. Le explico dónde voy y a qué me dedico. Ella me desea buena suerte. Me llama hijo.

Anoche aplaudí desde mi balcón. Me asomé por curiosidad y me sorprendí a mí mismo aplaudiendo emocionado. El sonido de miles de manos era un latido crepitante y caótico, pero certero en su dispersión. Perfecto para llegar donde tiene que llegar, para alcanzar el objetivo con precisión. Agradecimiento, calor, apoyo. Cosas invisibles y fundamentales.

Personal de limpieza, cajeros, repartidores, camioneros y transportistas, personal sanitario y de seguridad, el dueño chino de un bazar que dona material de protección, adolescentes que se ponen serios en el chat de los amigos. Pequeñas historias, grandes gestos.

Pienso que queda mucho, que el enemigo es poderoso, que esto va a ser complicado y que sólo estamos empezando.

Pero luego miro a mi gente y reflexiono sobre lo que veo.

Y comprendo que no se nos puede derrotar.

Así de sencillo.

Seguimos.