Reconozco que al principio lo del coronavirus me lo tomé a coña; es más, la noche en la que decretaron en Madrid el cierre de colegios y universidades me fui con un amigo de bares: si se iba a acabar el mundo mejor bebernos unos cuantos tequilas antes. Pido disculpas por este infantil e irresponsable comportamiento, pero realmente no era consciente de lo que estaba pasando. Hoy comienzo este diario desde mi casa de Madrid donde, siguiendo las recomendaciones sanitarias, he decidido cumplir la cuarentena hasta que el virus dé la cara si estoy infectada y si no lo estoy, ni exponerme ni exponer a nadie. Sí, #YoMeQuedoEnCasa. Y no, no he salido corriendo a Murcia donde vive mi familia, me hubiera encantado, porque no quiero contagiar allí a nadie y muchos menos a mis padres que en unos meses cumplirán 80 años.

Hace menos de una semana tenía muchos planes para mi novela, andaba feliz organizando mi regreso a Colombia para después de Semana Santa tras unos meses en España y aquí estoy, sentada frente a mi ordenador sin saber qué va a pasar ni en las próximas horas, ni en los próximos días y, probablemente, ni en los próximos meses.

Esta mañana limpiamos con una mezcla de lejía y agua los pomos de todas las puertas de nuestra casa, también las ventanas. Hemos fregado con amoniaco las alfombras y desinfectado a fondo los baños. Después de mucho buscar en las farmacias del barrio hemos encontrado mascarillas por si acaso nos infectamos y tenemos que utilizarlas. Sí, claro, nos lavamos mucho las manos. ¿Y cómo estamos? Asumiendo y aceptando, no queda otra, esa es la clave.

Hace unas horas Pedro Sánchez, nuestro presidente, ha anunciado el estado de alarma, solo aplicado otra vez en nuestra democracia y que sirve para centralizar la toma de decisiones, poder limitar los movimientos de los ciudadanos y clausurar industrias y comercios. Mañana, Madrid amanecerá con todo cerrado, solo podrán abrir farmacias y supermercados.

Hay un poema que me encanta; lo escribió el colombiano Porfirio Barba Jacob, Canción de la vida profunda se llama:

Hay días en que somos tan móviles,

/ tan móviles,

como las leves briznas al viento y al azar.

Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.

La vida es clara, undívaga, y abierta

/ como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles,

/ tan fértiles,

como en abril el campo, que tiembla

/ de pasión:

bajo el influjo próvido de espirituales

/ lluvias,

el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos,

/ tan sórdidos,

como la entraña obscura de oscuro

/ pedernal:

la noche nos sorprende,

/ con sus profusas lámparas,

en rútiles monedas tasando el Bien

/ y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos,

/ tan plácidos...

(¡niñez en el crepúsculo! ¡lagunas de zafir!)

que un verso, un trino, un monte,

/ un pájaro que cruza,

y hasta las propias penas nos hacen

/ sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos,

/ tan lúbricos,

que nos depara en vano su carne la mujer:

tras de ceñir un talle y acariciar un seno,

la redondez de un fruto nos vuelve

/ a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres,

/ tan lúgubres,

como en las noches lúgubres el llanto

/ del pinar.

El alma gime entonces bajo el dolor

/ del mundo,

y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día...

/ un día... un día...

en que levamos anclas para jamás volver...

Un día en que discurren vientos

/ ineluctables

¡un día en que ya nadie nos puede retener!

Móviles, fértiles, sórdidos, plácidos, lúbricos, lúgubres€ Así somos. Gracias por vuestras llamadas de apoyo, por los cariñosos mensajes, por estar pendientes de mí, incluso desde Colombia, yo también estoy de vosotros. Como dice el título de un maravilloso libro, también esto pasará, y si después de todo esto inventamos un mundo mejor y más justo, seguro que mereció la pena el sacrificio.

Os quiero, cuidaos.