Hace ya siete años que Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa con el nombre de Francisco. No puedo olvidar aquella tarde noche, porque lo recuerdo casi minuto a minuto. Miércoles, 13 de marzo de 2013. Coincidía en un seminario que impartíamos José Antonio Molina, Ignacio Martín Lerma y yo mismo en la Facultad de Letras. Faltaban pocos minutos para la elección del nuevo pontífice y desde una emisora regional me llamaron para dar mi opinión sobre el próximo Papa, del que aún no se sabía nada. Como era la noticia del día interrumpimos el seminario sobre cine un momento para contestar a Onda Regional.

Mis palabras fueron muy prudentes. Dije algo así como que estábamos en una situación inédita en la Iglesia, nunca antes había renunciado un Papa, excepto Celestino V, pero aquello fue distinto, y ahora nos encontrábamos en una tesitura en la que era necesario un cambio. Creo que di un par de nombres que podían ser candidatos, pero erré completamente.

Acabado el seminario me marché a casa. En el coche iba escuchando RNE en directo. El nuevo Papa se asomaría al balcón de la plaza de San Pedro, el locutor retransmitía la escena con emoción contenida. Sonaban las palabras en latín del Cardenal que presentaban al nuevo Papa: «Annuntio vobis gaudium magnum, habemus papam!... Cardinalem Bergoglio? qui sibi nomem imposuit Franciscum». En este momento, tuve que detener el vehículo, porque no podía creer que un Papa de la Iglesia católica se impusiera el nombre de Francisco, del santo de Asís, el santo de la pobreza, la humildad y la paz. Desde una perspectiva estrictamente política, San Francisco representa justo lo opuesto al papado: sencillez, humildad, pobreza, amor, renuncia, decoro, cercanía? En definitiva, Papa y Francisco son términos casi irreconciliables en la historia de la política eclesial, y Bergoglio unía en su persona esta radical imposibilidad, dando una señal muy potente. Un Papa llamado Francisco debía ser el Papa de la pobreza, por necesidad, y así lo está demostrando, pero, sobre todo, un Papa llamado Francisco debía ser el Papa de la reforma eclesial.

Resuenan las palabras de la iglesia de San Damián que escuchó San Francisco: «Ve y repara mi Iglesia, que amenaza ruina». La Iglesia católica amenaza ruina y el Papa Francisco ha emprendido el camino de la reforma. De una reforma que debe llegar a ser una revolución, pero tranquila, sin muertos de por medio, sin intrigas, sin vencedores y vencidos.

Estamos inmersos en un proceso de reconstrucción de una Iglesia que debe volver a la piedra sobre la que edificar de nuevo. Aquella piedra está vinculada a la vida y predicación de un galileo ejecutado por el Imperio romano como disidente. Y también está vinculada a la buena noticia para los pobres y oprimidos de este mundo. Si la Iglesia no es la voz de los oprimidos, si no es su valedora, no será la Iglesia de Jesús de Nazaret, seguirá siendo un poder más, como los de este mundo.