Vivimos en un mundo globalizado. Frente a los deseos de algunos, la realidad es que, independientemente de nuestras fantasías privadas, lo que ocurre en Marrakech puede tener consecuencias en la vida de una adolescente de Tokio, al igual que la película Babel, de González Iñárritu. O, para atenernos a la actualidad, lo que pasa en Wuhan afecta a la vida de un alumno de Primero de la ESO de un colegio concertado de Murcia.

En un mundo interconectado, los riesgos para la salud se multiplican. Y lo hacen, además, de forma acelerada. Porque esta no es la primera vez que una enfermedad llegada de Asia nos pone en jaque. La peste negra azotó Europa entre 1347 y 1353, tras entrar, a bordo de un barco genovés, por el puerto de Mesina. La enfermedad, creemos, se inició en el desierto del Gobi, entre China y Mongolia, alrededor de 1331. La primera alerta que recibió la OMS sobre el coronavirus (SARS-CoV-2) fue el 31 de diciembre de 2019, cuando las autoridades chinas advirtieron sobre la aparición, en la ciudad de Wuhan, de unos casos de neumonía de origen desconocido. Un mes más tarde, el 31 de enero de 2020, se detectaba el primer caso en Italia. Si la bacteria de la peste había empleado trece años en hacer su viaje, el coronavirus realizó el mismo recorrido en un mes.

Podemos analizar el impacto de esta pandemia desde tres perspectivas distintas. En primer lugar, hablaríamos del impacto individual de la enfermedad. Esta cursa como un cuadro similar al de la gripe (tos, dolor de garganta, dolor articular), que en algunos casos, en población fragilizada (ancianos o con patologías previas), puede derivar en neumonía y terminar causando la muerte.

La segunda sería la de la ciencia. Tanto a nivel asistencial como investigador, el esfuerzo realizado por determinar cómo podemos paliar los efectos del coronavirus y, en última instancia, encontrar una vacuna es digno de elogio. Sin embargo, y aunque parezca extraño, el coronavirus ya no es una emergencia médica. Los médicos saben muy bien ante qué tipo de virus estamos y cuál es el abordaje más apropiado para tratarlo. Se ha intentado comparar la enfermedad con la epidemia del SIDA. Nada más lejano a la realidad. Nadie tenía idea de qué causaba el SIDA. Se tardaron tres largos años, desde que en 1981 se reportan los primeros casos, en aislar el virus causante del VIH. No ha sido así con el coronavirus. Desde el primer momento sabemos quién es el causante de la enfermedad. Le hemos visto la cara y hemos hecho memes. No, no se trata de un problema médico.

La tercera perspectiva es social. Sólo hace falta salir a la calle, ir a los supermercados, para comprobar, en las estanterías vacías, el impacto de una enfermedad de estas características en la sociedad. Los telediarios nos avisan de las consecuencias económicas. Los aviones viajan vacíos. Los hospitales se colapsan y algunos intentan sacar partido. Nuestros niños están en casa, encantados de no ir al cole. Los adolescentes pueblan las calles y las plazas, comiendo pipas como siempre han hecho. Nuestros mayores, población de riesgo, temen salir a la calle. Todos, de una forma u otra, estamos afectados.

Es por eso que resulta escandaloso que algunos no vean más salida que la huida individual, la evasión egoísta. Desde el presidente de la patronal catalana, que pide facilidades para despedir a sus empleados; hasta los líderes de Vox que reclamaban el cierre de las fronteras para 'defender la soberanía' de España 'frente al coronavirus'; o la Comunidad de Madrid, que cierra los colegios y despide al personal de limpieza y de comedor; o los multimillonarios que escapan en sus aviones privados, a sus villas privadas, en sus islas privadas. La lógica es la misma: salvadme a mí. Y que arda el mundo. Après nous, le déluge, decía la amante de Luis XV, Madame de Pompadour. Tras nosotros, el diluvio.

No hay salida a esta crisis que no sea colectiva. La importancia de los servicios públicos, machacados tras una larga década de austericidio, como muro de contención de lo que podría ser una catástrofe nos debe hacer sentir orgullosos y orgullosas de cada euro que pagamos en impuestos, y que sirven para mantener a los médicos, médicas, enfermeros y enfermeras, cuidadores y cuidadoras, maestros y maestras que hacen frente, desde la primera línea de los servicios públicos, a la enfermedad.

En 1351 Boccaccio escribía el Decamerón, una de las obras cumbre de la literatura occidental. El libro, ambientado en 1348, narra la historia de diez jóvenes, siete mujeres y tres hombres, que escapan de la peste negra que azotaba Florencia para refugiarse en una villa de la campiña florentina en la que, para entretenerse, empiezan a narrarse, los unos a los otros, historias. Boccaccio sabe, como deberíamos saber nosotros, que sólo podemos dar sentido al fin del mundo (así se entendió una enfermedad que mató, sólo en Europa, a entre el 30% y el 60% de la población) si permanecemos juntos. Sólo desde el trabajo colectivo de cuidarnos mutuamente, de mantenernos con vida, saldremos de esta situación fortalecidos.

Las salidas egoístas a esta crisis conducen, irremediablemente, al desastre.