Hace unos días se hizo viral un vídeo en el que tres mujeres peleaban a brazo partido por un paquete de rollos de papel higiénico en una población al sur de Sidney, en Australia. En el vídeo se oye gritar a una de ellas «solo quiero un paquete», a la que la otra responde con un rotundo «no». Fruto del incidente, la policía detuvo a dos de las participantes en la pelea, de 23 y 60 años respectivamente. Después de comprobar esta semana que en mi supermercado habitual también se agota rápidamente los rollos de papel higiénico, he empezado a dudar seriamente si la epidemia que estamos padeciendo provoca una afección pulmonar a o una diarrea incontenible. O, de lo contrario, por qué la gente acapara compulsivamente papel higiénico y no otros productos de parecida necesidad y más convenientes como torrijas congeladas, frutos secos, pasta de dientes o ginebra, tónica y limones para entretener la horas de cuarentena con una sucesión interminable de combinaciones alcohólicas.

Al fin y al cabo, el uso del papel higiénico no es una costumbre universalmente extendida. Recuerdo cuando en la Bazán, en la época de mi suegro, estaban construyendo una serie de corbetas para la marina de Egipto. Uno de las principales retos de ingeniería era fabricar y hacer operativos un tipo desconocido de tazas de váter que disponían de un grifo para la higiene de sus usuarios. Cuando me lo contó mi suegro, me pareció una versión brillante del tradicional váter occidental, y a partir de entonces adquirí la costumbre de aprovechar el agua que descarga la cisterna para apurar la limpieza de ese parte innombrable de la anatomía humana.

También en la Bazán (pronúnciese Basán para adaptar la fonética al habla cartagenera, en franca decadencia en estos días) se producían episodios incomprensibles relacionados con la pulsión acaparadora del papel higiénico. No digo yo que todos los empleados de Bazán recibieran un sueldo satisfactorio para sufragar con holgura todos los gastos de su economía doméstica, pero que cada uno consumiera de medio un rollo de papel higiénico por día no tiene otra explicación razonable que el latrocinio habitual de, por lo visto, tan preciada mercancía por parte de los miembros de su digna plantilla.

Mi suegro, siempre atento como buen director al cuidado del presupuesto de gastos de la empresa (algo que no entendían ni sus propios jefes en Madrid, más dados al despilfarro y hacer la vista gorda con los dineros de una empresa pública que, al fin y al cabo, a nadie se le premia por custodiar) decidió parar la sangría (o la diarrea para el caso) de fondos públicos destinados a la reposición del papel higiénico en los aseos de los astilleros, y decidió limitar a un rollo por váter y día el estipendio para el papel higiénico. Ni qué decir tiene que los sindicatos bazaneros vieron la ocasión pintada para una enésima protesta organizada, en la forma original y creativa que se había hecho costumbre para protestar contra la dirección de la empresa, especialmente en tiempos de mi suegro, y que consistía en montar una 'culebra' que recorría las instalaciones de la fábrica, en un especie de conga reivindicativa, con el fin de visualizar el poder numérico y, por tanto, la fortaleza del estamento obrero de la factoría.

El instinto de mi suegro era resistir a la presión de la plantilla, como lo hiciera en alguna ocasión ante las protestas por un despido de sobra procedente, pero la presidencia de Bazán le obligaba sistemáticamente a doblegar su postura, en aras de una mal entendida paz social. Al cabo de esta historia que acabo de contar, y sus antecedentes, no es de extrañar que mi suegro se planteara seriamente, fruto de su cabreo con sus inferiores y superiores al mismo tiempo, sustituir los váteres tradicionales, con el consiguiente despilfarro de papel higiénico, con váteres musulmanes, con el consiguiente grifo de agua que, convenientemente dispuesto para apuntar al ojete del usuario, consiguiera un efecto higiénico superior sin necesidad de malgastar la preciada celulosa. De esa forma se evitaría el contrabando chusquero de papel higiénico. Solo a un ingeniero naval se le hubiera tan brillante solución.

Pues bien, resultó que mi suegro no era un excéntrico obsesionado por el ahorro de los dineros públicos y enemigo de obreros aprovechados, sino que era también un adelantado a su época. Nada más hay que contemplar los últimos modelos que promociona Roca con la marca in-wash©. Aparte del susodicho grifo, estos modelos de la conocida marca (recuerdo estar estudiando publicidad en Barcelona y sorprenderme al pasar con un espectacular graffiti reivindicativo que rezaba: «Cuando cagues, acuérdate de los trabajadores de Roca»), incorporan un sensor de presencia, para que no haya necesidad de tocar la tapa al aprestarse al empeño y a su feliz término, y, lo más sorprendente y potencialmente gratificante para la próstata del interfecto: un mando a distancia, con el que controlar el caudal y la potencia del chorro.

No sé si Roca© aprovechará la histeria de los acaparadores del papel higiénico para reivindicar por más conveniente y ecológica (al fin y al cabo la celulosa proviene de un árbol que dejará de absorber carbono con el dudoso objetivo de limpiarnos el culo de mierda). No lo tienen fácil, porque significa cambiar costumbres sociales muy arraigadas. Los árabes, por ejemplo, utilizan agua y su mano izquierda para las abluciones higiénicas después de la descarga. Por eso no verás a ninguno de ellos utilizando más que la diestra para echarse el arroz, la sémola o los otros componentes de su comida a la boca. Lo que aprovecho para recordar que lavarse las manos profundamente es la mejor recomendación en estos tiempos del coronavirus, sea cual sea el método que usemos para limpiarnos en el reservado. Y por favor: no acaparen papel higiénico. En caso de urgencia, siempre queda el socorrido bidet, que lo aguanta todo y conduce los residuos al mismo sitio.