Fiebre, dolor en el pecho, maldito dolor. Otra noche sin dormir, sin pegar ojo, sin apenas poder respirar como es debido, con una agobiante sensación de asfixia. Bien he aprovechado la luz de la bujía, pues cuando sentía un poco de alivio todavía me disponía a garabatear unas líneas. Después, sueños incómodos, pesadillas en las que mis pulmones se encharcaban y colapsaban; la respiración se hacía primero dolorosa, después imposible. He podido morir de puro miedo durante el sueño. Y quizá lo haya hecho. Hoy, tras entrevistarme con el doctor Behrens, especie de rey Radamantis en estos lares, he podido incorporarme a la disciplina del sanatorio Berghof, donde nos reunimos, según parece, desechos enfermos y tuberculosos moribundos de media Europa. Parece que el director médico se burla de mi acento extranjero, de mi ropa ajada. Le hago gracia, me mira como carne numerada y enferma, pero yo veo más lejos que él y contemplo la causa común de la humanidad.

Es una ironía, una burla cruel que la naturaleza castigue mi madurez anticipando en muchos años la vejez cuando por fin estoy en disposición de consagrarme a una obra magna sobre el dolor. Me sublevo y me indigno contra mi destino. ¡Que el nieto de un revolucionario, el hijo de un luchador y defensor de la causa del progreso, que un enemigo del despotismo durante tres generaciones como yo, tenga que doblegarse ahora bajo los dictados de su cuerpo y a las demandas de su fragilidad mortal! Eso jamás. La humanidad no ha sido derrotada por terremotos ni catástrofes, muy al contrario se alza frente a la arbitrariedad de la naturaleza y la vence, mostrándose fuerte, solidaria, misericordiosa con el débil y capaz de reconstruir cuanto se ha perdido. Un ser humano es un pequeño cosmos en sí, una verdadera obra arquitectónica que refleja el maravilloso orden que rige el universo diseñado por una mente universal y que tiende como un canto coral hacia la perfección. La enfermedad es al individuo, lo que la catástrofe a la colectividad: un obstáculo que vencer.

No puedo claudicar y seguiré escribiendo mi enciclopedia del dolor, pues llevo conmigo el manuscrito de mi Speculum doloris. El sufrimiento nos enseña; obliga a la razón a sacar músculo, a imperar incluso sobre un cuerpo abatido. Nada hay digno en la enfermedad, en la degradación o en la fuerza progresivamente menguante. Pero el dolor es el acicate que nos advierte, que despierta abruptamente el alma y nos obliga a poner en marcha nuestras capacidades intelectivas para sobreponernos una vez más y mientras sea posible. Entregarse sin luchar, doblar estandartes frente a la enfermedad es algo tan criminal como someterse a la tiranía, a la opresión, a la servidumbre voluntaria y a gritar como hacen los pueblos nacidos esclavos: «¡Vivan las cadenas!».

Quizá mi enfermedad sea simplemente la vejez, vecina de la muerte, cuna de tantos males. No me complace el falso prestigio de la vejez como no me complace la falsa afectación del enfermo. La verdadera dignidad reside en la lucha sin cuartel contra la enfermedad. El dolor es la llamada de atención, la sirena en la noche que advierte contra la colisión a los navíos. Hay un secreto deleite en sobreponerse al dolor, una serena alegría que nada tiene que ver con el placer. El placer anestesia el alma, no aporta nada positivo ni se aprende con el hedonismo. Solo hay aturdimiento. Conduce a la indiferencia, a la atrofia, puede que a la locura.

Narcotizar a un hombre o a un pueblo es reducirlo a la animalidad, limitarlo a los beneficios de una buena digestión. El placer y su distribución social serán los medios de dominio que mostrarán las dictaduras más crueles del futuro.

Mientras tanto las naciones que padecen son iguales que las personas que sufren: sabias, maduras, reflexivas. Dolor y ciencia van de la mano. Pensemos en el rostro de la persona que sufre, y nos recordará a la fisonomía de una persona en acto de reflexionar, quien más padece y tiene un trato más cercano, agónico y combativo con el dolor se vuelve más sabio; así entre los pueblos la cultura más excelsa es la más habituada al sufrimiento, cuya ardiente llama es semejante a la luz de la razón.

El rostro sumido en el patetismo de Adán y Eva expulsados del paraíso, tal y como los pinta Masaccio en la capilla Brancacci, anuncia la producción técnica, meditada y artificial de los alimentos que antes estaban regaladamente al alcance de la mano y contrasta sobremanera con el gesto angélico, sin garra ni fuerza, que también de Adán y Eva representó Masolino en el mismo lugar. El diablo, ser prometeico, trae la ciencia y la libertad por igual. Al pensarlo es como si entre estas nevadas montañas y mágicas cumbres escuchara el himno a Satán de mi maestro Giosuè Carducci, cuya voz siempre me acompaña. Yo también siento ahora el deseo de transmitir un legado y quizá de encontrar un interlocutor. Igual que mi compatriota Virgilio guió a Dante en las profundidades del Averno, así guiaría yo a alguien más joven. Si no estoy atrapado en el último círculo del infierno, y si he de vivir, quisiera poder llevar algo de luz mediterránea hasta estas heladas regiones.