Un viejo español asmático, frotándose las manos, lo anuncia: Salen, salen...

Emergen las ratas de las cloacas por las que la ciudad purga su carga de humores (un soplo blando la anega de ecos de codicia o de lechos furtivos). La ciudad está enferma. Los ruinosos aposentos de los dioses homicidas se llenan de gritos y de una fiebre sin bordes que estraga ámbitos y rostros.

Pero las plagas desafían las posibilidades que el hombre se reconoce a sí mismo («nadie será libre mientras haya plagas»): el sonido de un tranvía, el énfasis de aleteos y susurros de hojas en un lugar donde los negocios, el amor y la muerte se suceden con el mismo aire frenético, refutan el dolor, encubren la asfixia pedregosa, prestando dimensión onírica a la epidemia.

La enfermedad surge de los sótanos como un mal que hubieran estado incubando interiormente las casas en la brumosa estación de las pesadillas. La ciudad respira con fatiga, se ahoga bajo una invisible opresión, algo parece reclamarla sin tregua hacia el fondo de la tierra. Una fiebre lenta arrastra a los hombres a una profundidad irreal... La peste.

Releo a Camus con la turbación de aquellos días pálidos en que yo mismo me sentía extranjero en el territorio voraz del adviento, unas pocas certidumbres que suplieran la ausencia de una mujer, apenas la seguridad de mi vida y de una muerte que hasta entonces había sido asunto de otros, pero que iba a llegar y debía sobrellevar como el peso estéril de la piedra en la que estaban cifradas suficientes ofensas para exiliarse o reinar.

Dos vías para el hombre: la extinción o la memoria. La memoria sirve para no avanzar a ciegas sobre la senda cínica del tiempo que siempre nos hace huérfanos, tentando formas mudas. La extinción es útil para no tener que recordarlo, para conjurar el acecho constante de la muerte sin una última promesa de asombro. Somos criaturas hendidas: una parte de nosotros es suicida, la otra, lo recuerda. No siempre las dos mitades de un ser demediado (vizconde o no) encajan perfectamente. A veces, cada mitad tiene existencia independiente, semeja un ser entero, incluso de sexo distinto al de su yo fracturado. No obstante su vida escindida, se desarrollan de modo incompleto hasta reunirse, y la dispar vigilia cumplida hasta el encuentro salda relieves imprevistos en sus flancos de desgarro. Se inicia entonces un extraño proceso: el latido de una y otra se trenzan; las venas de una mitad invaden la otra para drenar tristezas y desórdenes, infundiendo forma a órganos borrosos que nutren una fe ya animal en la noche desnuda. Los alientos rotos se funden en un solo hálito, el de la división primordial.

Regreso a Camus, ahora con la certeza de que Sísifo se detuvo un instante para que la piedra revelara su entraña: «Nuestros conciudadanos eran como toda la humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo que el hombre se dice que la plaga es un mal sueño que tiene que pasar... Un hombre muerto solamente tiene peso cuando se le ha visto muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación... Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste. Jaffa y sus odiosos mendigos, los lechos húmedos y podridos pegados a la tierra removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados con ganchos, el carnaval de los médicos enmascarados durante la Peste Negra, las cópulas de los vivos en los cementerios de Milán, las carretas de muertos en el Londres aterrado, y las noches y los días henchidos por todas partes del grito interminable de los hombres».

La voz resonó en el 47. Algunas voces tienen una rara virtud insomne que el tiempo no roza.

Las ideas más innovadoras golpean los problemas más antiguos. Tanto más vigor y alcance tienen cuanta menos luz arrojan sobre alguna vieja cuestión pendiente. Son los dramas los que tensan la memoria de la especie, que tiene naturaleza paradójica (custodia lo que aborrece), y no hay hallazgos definitivos, todo logro es fugaz e ínfimo, pues sólo podemos explicar la trama de realidades vacías y procesos desde dentro, inmersos en ella, reinventándonos. Por eso abrazamos o repudiamos dioses, nos aferramos a límites de metal o papel, a ídolos deiformes que al atenuar el neón resultan ser monstruos. Y los monstruos no cesan, regresan invariablemente a lo dañado acuciados por un hábito sonámbulo.

La enfermedad no tiene bordes, ni Occidente tiene otra frontera que la de nuestros temores o nuestros prejuicios, la que le concede el fatuo olvido de nuestra fragilidad y el pánico sólo empaña sin hacernos más nítidos.