Tres lecturas y un ideal animan la redacción de este artículo.

La primera lectura es Madame Bovary. Lo que plantea la novela de Flaubert es la combinación imposible entre las inercias de un matrimonio convencional y las fantasías delirantes del amor romántico. En Ana Karenina, León Tolstoi propone una historia más compleja moralmente. Ana es una mujer más activa y, aún más que Emma Bovary, intenta por todos los medios ensanchar los reducidos límites de su existencia como mujer y como esposa. Mientras que en La Regenta, Alas Clarín muestra a otra Ana encorsetada hasta la asfixia por todos los engranajes sociales y mentales del nacionalcatolicismo español decimonónico. Son solo tres botones de muestra. Tres mujeres de tres países pertenecientes a tres tradiciones muy distintas entre sí, pero abocadas las tres a un mismo destino.

La semana pasada, en esta misma columna proponía una lectura más, la novela 2666, de Roberto Bolaño. No se me escapa que son cuatro novelas escritas por cuatro hombres. No se me escapa que había muchas otras novelas escritas por mujeres que hubieran sido más apropiadas para conmemorar el 8M. Novelas también canónicas o, aún mejor, novelas aún por descubrir que deberían seguir engrosando el aún demasiado disminuido espacio que las escritoras ocupan en la historia de la literatura. Y no se me escapa que hay una gran cantidad de clásicos escritos por hombres que no solo son sospechosos de misoginia y machismo sino que son directamente culpables.

Desde que en 1970 el clásico de Kate Millet, Política Sexual, irrumpiera en el campo de la crítica literaria analizando esa misoginia y ese machismo ocultos, y a veces no tan ocultos, en autores consagrados como D. H. Lawrence, Henry Miller o Norman Mailer, se han estudiado muchos libros que demuestran que un buen envoltorio literario ha encubierto a menudo una nefasta visión de las relaciones entre hombres y mujeres; que la buena literatura no significa necesariamente buena sociología, es cierto. Pero eso no debería hacernos olvidar que existen también obras literarias en las que ambas han ido de la mano.

Junto a la necesidad imperiosa de seguir reivindicando el papel de la mujer en la literatura y de seguir denunciando la apología del machismo que ocultan muchas novelas, no deberíamos olvidar un tercer tipo de crítica literaria igualmente importante; la que se encarga de rescatar del pasado aquellas obras que consiguieron ofrecernos un análisis lúcido, profundo y complejo de los problemas de género, es decir, aquellas obras que pueden y deben engrosar las filas de la causa feminista, al menos como aliadas.

Creo que hay dos peligros opuestos que pueden amenazar esta idea. Se puede entender como una especie de reacción masculina ante los privilegios perdidos. Pero no se trata de que recordemos a determinados escritores por el hecho de que ser hombres, sino de que no los olvidemos porque son feministas. En el extremo opuesto, tampoco estoy hablando de una especie de apropiacionismo feminista que resignificaría las grandes obras de la literatura universal. La lectura feminista no agota esas obras, como no lo hace ninguna otra interpretación. Muy al contrario, las completa y las enriquece. Las hace más grandes, no más pequeñas. Y las confirma como clásicas, es decir, como obras que en cada giro de la historia redescubren su actualidad.

A menudo me extravío en los estantes de alguna biblioteca. Me doy cuenta ahora de que, entre otras muchas cosas, descansa en ellos la promesa de una utopía. Allí reunidas, sin más jerarquía que el orden alfabético, se encuentran en promiscua compañía las más diversas autoras y autores de la historia de la literatura. Aún estamos muy lejos de conseguirlo, pero me gusta pensar que ese ideal que prefiguran las bibliotecas algún día se convertirá en realidad.