Son las tres de de la madrugada, estoy en la cama, comienzo a sentir molestias en la garganta y no hay nadie más en casa. ¡Uf! En tal circunstancia, la mayoría de tíos somos un número. Es el caso. En alguna ocasión me ha venido a esas horas una intensa punzada por el occipital que todavía no han sabido descubrir si es producto del dislocamiento de las cervicales pero con la ayuda de un relajante muscular y, al estar acompañado, no he entrado en pánico. Esta vez es todo más sibilino.

Me toco... la frente, claro está. Acabo de oír que Moncloa señala como únicas directrices en cuanto a prevención las de Sanidad, propinándole un buen pescozón al departamento de Trabajo (que rigen los otros) a fin de intentar entenderse y asumir que 'no' en absoluto puede ser 'sí'. Es lo único que hacía falta: en plena noche, sin nadie a quien dar la tabarra, con el nórdico flamenco por los pies y la almohada empapada, notar discrepancias en quienes ofrecen el recetario.

Hasta ese instante, las reiteradas comparecencias del director de Alertas y Emergencia sanitarias, el epidemiólogo Fernando Simón, con un tono suave y didáctico que sitúa, tranquilizan, pese a que el mundo contertulio por el que navega quien arengó en la foto de Colón intente meter el dedo en el ojo incluso tratándose de material sensible. Solo pensar que, en lugar de aquel, las intervenciones llegaran de boca de Cayetana se intuyen antesala de plantearte la eutanasia. Portador de hipocondría aguda, no dudaba que entraría en esta deriva.

Me presento antes de que el ambulatorio abra y soy desviado al médico de guardia. Visto el cuadro (puede que cuadrito), me sitúan a cola de la parroquia convaleciente. A la hora y cuarto me recibe el doctor, le explico, me atiende con condescendencia en medio de la peregrinación, me hace el test, ausculta y adiestra sobre virus y, gracias a Dios, algo me encuentra. Dentro del esfuerzo que está realizándose por tomar medidas proporcionales a la amenaza latente, hacer por completo el ridículo habría sido ya demasiado para mi cuerpo.