odo el mundo crece con una guerra en la televisión o en la portada de los periódicos. Mi primer recuerdo de un conflicto bélico fue el bombardeo de Belgrado por parte de la OTAN, los rostros famélicos de los habitantes de Sarajevo, tras años de asedio y su biblioteca en llamas. En ese rincón del mundo aprendí lo que quería decir Yugoslavia, y que entre Italia y Grecia había un avispero obligado a despertarse cada cierto tiempo.

Yugoslavia fue para mí el Vietnam de mis padres. El Berlín de mis abuelos. Un territorio mítico en el que iba creciendo la distinción entre el bien y el mal, en donde la guerra no era un juego de soldados de plástico en el suelo. Tal vez por eso sentí una extraña familiaridad leyendoTerritorio comanche, de Pérez Reverte, porque detrás de las balas y la cámara uno va descubriéndose a sí mismo, años atrás, pegado a la televisión sin entender qué era aquello. Y fueron los primeros pasos de nuestra vida. Como empezar a juzgar la realidad tal y como es.

Veinticinco años después la guerra había acabado, no sus huellas. Pero yo quería conocer aquella tierra que había dejado tanto dolor a sus espaldas. Los libros me habían mostrado que antes de la balcánica, decenas de conflictos habían asolado el territorio desde los albores de la historia europea. Me bastó un coche, dos acompañantes y tres semanas para recorrer un país roto en seis pedazos, fragmentado en repúblicas no tan distintas la una de la otra, pero con una distancia insalvable entre ellas: el odio secular, la sangre enfrentada. Por el camino ya había conocido a Ivo Andric.

Andric es el mejor escritor serbio que ha tenido la región en todo el siglo XX. Proveniente de una familia católica, pronto viviría en Visegrad, uno de esos lugares de frontera que van resistiendo al tiempo y a los imperios. Un pueblo situado en un valle (tristemente conocido como el Valle de la Muerte) en el que convivían católicos, ortodoxos, musulmanes y judíos. La propia vida de Andric fue un ejemplo de la turbulenta historia del país. Nació cuando el Imperio Austro-Húngaro se había anexionado Bosnia. Fue detenido como sospechoso por el atentado de Sarajevo que se llevó por delante la vida del Archiduque Francisco Fernando. Estuvo parte de la Primera Guerra Mundial detenido. Tras la Paz de Versalles, se dedicó a la carrera diplomática, siendo cónsul en Madrid y embajador a finales de los años treinta en Berlín, ante la Alemania Nazi. Durante ese tiempo se descubrió como un nacionalista serbio. Vivirá los peores años de la Segunda Guerra Mundial, la invasión nazi de Belgrado, en un apartamento casi sin luz ni comida, escribiendo una de las mejores obras que ha dejado el siglo XX, porque desnuda a la historia y la deja sola con sus miserias. Hablamos de Un puente sobre el Drina.

Si alguien quiere visitar la antigua Yugoslavia debería leer este libro antes incluso de sacarse el billete de avión. La novela cuenta la evolución de Visegrad desde la toma de los otomanos, en el siglo XVI, hasta el disparo de Gavrilo Princip en Sarajevo, en el verano de 1914. Cinco siglos de imperios, conquistas, matanzas, amores, ejércitos y amistades. Todo ello en torno a los arcos de un puente construido por Mehmed Bajá, el gran visir que de niño había sido raptado en las aguas del Drina, el río que trascurre como la historia por los cerros de Visegrad.

La obra tiene un fuerte carácter europeo, que huele a imperio viejo pero que se traduce en una prosa ligera y suave. Nos habla de un tiempo perdido, de salones y ejércitos elegantes. Pero el espacio de Andric no es la bulliciosa Viena, ni las plazas de Berlín ni el brillo de París. Es un pueblo perdido en el más profundo valle de Bosnia. El corazón de Yugoslavia, la trastienda de Europa, donde Oriente y Occidente se dan la mano, cuando no arañazos. Es una localidad pequeña donde las cicatrices de la historia son más evidentes. Donde una razzia se lleva por delante a la mitad de la población, donde la muerte de un rabino es el final de una religión y donde los cementerios son más populosos que las pequeñas avenidas de agua. En sus calles se esconde el odio que va entretejiendo las generaciones, pero también las amistades entre diferentes, en la capija del puente. Un libro que nos recuerda que las poblaciones suelen ser dóciles y puede vivir en paz cuando no hay dirigentes que las envilecen.

Visité Visegrad por puro acto de fe y una deuda contraída con Andric. Quería ver el lugar donde católicos, ortodoxos, musulmanes y judíos habían convivido hasta no hace mucho tiempo. Y encontré una ciudad desolada. Vacía en su historia. La guerra de los noventa se había llevado por delante los rasgos multiculturales que aún quedaban de la Yugoslavia de Tito. La ciudad contaba en 1991 con el 65% de la población musulmana. A día de hoy, es difícil encontrar un musulmán por la calle. La limpieza étnica producida entre el 94 y el 95 arrasó la zona, con más de ocho mil asesinatos indiscriminados en Potocari y un éxodo masivo hacia Tuzla, con su posterior persecución y muerte. Aquellas imágenes terribles que conmovieron al mundo en los años cuarenta con la liberación de los campos de concentración nazis volvieron a verse. Esta vez a color. De nuevo en Europa.

La lección que supone Un puente sobre el Drina ha resultado estéril. El cementerio de Srnebrica es el mayor ejemplo, y las gigantescas fosas comunes que aún están por descubrirse, se colmaron ante los ojos impasibles de los cascos azules de la OTAN. Hoy en día Visegrad, al igual que Bosnia, sobrevive dándose la espalda entre musulmanes y ortodoxos, bosníacos y serbios. En la novela de Andric, los cementerios de todas las comunidades existentes son venerados por igual, durante cinco siglos. En la Visegrad moderna el cementerio musulmán recibe profanaciones constantes. En el serbio, la mayoría de las lápidas no superan los veinticinco años de edad. Todo estaba escrito ya en Un puente sobre el Drina. ¿Pero quién lo había leído?